Page 89 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Repentinamente empezó a sentir una vez más el peso del cansancio y la
lasitud antinaturales que le habían dejado indefenso antes. Recogiendo su
hacha, se sacudió la sensación con dificultad y avanzó hacia la cortina desde
detrás de la cual había salido el hombre-simio. Como una oleada invisible, un
poder sutil que emanaba de aquellos colgantes se apoderó de él, y con piernas
pesadas se obligó a cruzar la habitación. Delante de la cortina, sintió el poder
de una maldad espantosa palpitando, amenazando su mismo espíritu,
acechando para esclavizarle, en cuerpo y alma. Dos veces levantó la mano y
dos veces cayó inerte a su lado. Por tercera vez hizo un poderoso esfuerzo y
arrancó los colgantes enteros de la pared. Durante un instante relampagueante
atisbo una figura grotesca y medio desnuda, envuelta en un manto de plumas
de loro y con un tocado de plumas ondulantes. Entonces, al sentir la plena
fuerza hipnótica de aquellos ojos centelleantes, cerró sus propios ojos y atacó
a ciegas. Sintió que su hacha se hundía profundamente; luego abrió los ojos y
miró a la figura silenciosa que yacía a sus pies, con la cabeza abierta en un
charco de sangre creciente.
Athelstane se irguió repentinamente, con los ojos refulgiendo
desconcertados, y la espada desenvainada.
—¿Qué…? —balbució, lanzando miradas salvajes—. Turlogh, ¿qué ha
ocurrido, en nombre de Thor? ¡Sangre de Thor! Eso es un sacerdote, pero
¿qué es esta cosa muerta?
—Uno de los diablos de esta ciudad infecta —contestó Turlogh, tirando
de su hacha para liberarla—. Creo que Gothan ha vuelto a fallar. Este se
ocultaba tras los colgantes y nos embrujó sin que lo percibiéramos. Nos
impuso un hechizo de sueño…
—Sí, yo dormía —asintió el sajón aturdido—. Pero ¿cómo llegaron hasta
aquí…?
—Debe de haber una puerta secreta tras estos colgantes, aunque no
consigo encontrarla…
—¡Escucha!
Desde la puerta detrás de la cual dormía la reina llegó un sordo sonido de
forcejeo, que en su misma debilidad parecía cargado de espeluznantes
posibilidades.
—¡Brunilda! —gritó Turlogh.
Un extraño gorgoteo le contestó. Se lanzó contra la puerta. Estaba cerrada
con llave. Mientras levantaba el hacha para abrirla de un golpe, Athelstane le
echó a un lado y arrojó todo su peso contra ella. Los paneles se hicieron
pedazos y a través de sus restos Athelstane se zambulló en la habitación. Un
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