Page 87 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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el despecho de una mujer lo que…

                    Se interrumpió.
                    —Bueno, bueno —replicó Athelstane con tolerancia—. Hay más mujeres
               buenas  que  malas.  Ya  sé  que  fueron  las  intrigas  de  una  mujer  las  que  te
               convirtieron  en  proscrito.  Bueno,  deberíamos  ser  buenos  camaradas.  Yo

               también  soy  un  forajido.  Si  mostrase  mi  rostro  en  Wessex,  pronto  estaría
               contemplando el paisaje colgado de una recia rama de roble.
                    —¿Qué te llevó al sendero del vikingo? Tanto han olvidado los sajones
               los caminos del océano que el Rey Alfredo se vio obligado a contratar piratas

               frisios para organizar y dotar su flota cuando combatió a los daneses.
                    Athelstane se encogió de hombros y empezó a afilar su puñal.
                    —Yo  sentía  anhelo  por  el  mar  ya  desde  que  era  un  niño  melenudo  en
               Wessex. Todavía era un muchacho cuando maté a un joven conde y huí de la

               venganza de los suyos. Encontré refugio en las Oreadas, y las costumbres de
               los vikingos resultaron más apropiadas para mi gusto que las de mi propia
               sangre. Pero volví para luchar contra Canuto, y cuando Inglaterra se sometió a
               su poder, me dio el mando de sus siervos. Eso hizo que los daneses tuvieran

               celos  del  honor  otorgado  a  un  sajón  que  había  luchado  contra  ellos,  y  los
               sajones  recordaron  que  yo  había  abandonado  Wessex  bajo  oscuras
               circunstancias,  y  murmuraron  que  era  excesivamente  favorecido  por  los
               conquistadores. Bueno, un noble sajón y un cacique danés me aguijonearon

               una noche con palabras encendidas y perdí los nervios y los maté a ambos.
                    »Así  que  Inglaterra…  quedó…  una  vez  más…  prohibida…  para  mí.
               Adopté… de nuevo… el camino… de los… vikingos…
                    Las palabras de Athelstane se fueron extinguiendo. Sus manos resbalaron

               inertes de su regazo y la afiladera y el puñal cayeron al suelo. Su cabeza se
               desplomó sobre su ancho pecho y sus ojos se cerraron.
                    —Demasiado  vino  —musitó  Turlogh—.  Pero  que  duerma;  yo  montaré
               guardia.

                    Pero  mientras  hablaba,  el  gaélico  notó  que  le  dominaba  una  extraña
               lasitud.  Se  recostó  en  la  ancha  silla.  Sus  ojos  estaban  pesados  y  el  sueño
               velaba su cerebro a su pesar. Y mientras yacía allí, tuvo una extraña visión.
               Uno  de  los  pesados  colgantes  de  la  pared  opuesta  a  la  puerta  se  agitó

               violentamente, y desde detrás se deslizó una figura espantosa que se arrastró a
               través de la habitación. Turlogh la contempló con indiferencia, consciente de
               que soñaba y al mismo tiempo maravillado por lo raro del sueño. La cosa se
               parecía grotescamente a un hombre de formas contrahechas y retorcidas, pero

               su rostro era bestial. Exhibía colmillos amarillentos a medida que avanzaba




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