Page 83 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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murallas. Él se arrodilló y besó sus pies desnudos, diciendo:
—¡Oh, gran reina y diosa, tú sabes que Zomar siempre te fue fiel! ¡Sabes
cómo he luchado por ti y que apenas he conseguido escapar del altar de Gol-
goroth por tu bien!
—En verdad has sido fiel, Zomar —contestó Brunilda con el afectado
lenguaje propio de tales ocasiones—. Y tu fidelidad no quedará sin
recompensa.
De ahora en adelante serás el comandante de mi propia guardia personal
—luego’, en un tono de voz más bajo, añadió—. Reúne a un grupo de tus
propios partidarios y de los que siempre hayan defendido mi causa, y tráelos a
palacio. ¡No confío en la gente más de lo necesario!
De pronto, Athelstane, que no entendía esta conversación, intervino:
—¿Dónde está el viejo de la barba?
Turlogh se sobresaltó y echó un vistazo alrededor. Casi se había olvidado
del brujo. No le había visto marcharse… ¡pero se había ido! Brunilda rio
bruscamente.
—Se ha escapado para engendrar más problemas en las tinieblas. Él y
Gelka desaparecieron cuando cayó Ska. Tiene caminos secretos para ir y
venir y nadie puede detenerle. Olvídale por ahora; hacedme caso: ¡pronto
tendremos suficientes noticias de él!
Los jefes trajeron un palanquín muy tallado y ornamentado que cargaban
dos fuertes esclavos, y Brunilda se subió a él, diciendo a sus acompañantes:
—Tienen miedo de tocaros, pero preguntan si queréis ser llevados. Creo
que es mejor que caminéis, uno a cada lado de mí.
—¡Sangre de Thor! —murmuró Athelstane, echándose al hombro la
enorme espada que no había llegado a envainar— ¡No soy un niño! ¡Le abriré
la cabeza al hombre que intente llevarme!
Así subió por la gran calle blanca Brunilda, hija del hijo de Rane Thorfin
de las Oreadas, diosa del mar, reina de la antigua Bal-Sagoth. Cargada por
dos grandes esclavos avanzó, con un gigante blanco caminando a cada lado
con el acero desnudo, y una muchedumbre de jefes siguiéndola, mientras la
multitud le abría paso a izquierda y derecha, dejando un ancho camino por el
que ella subió. Las trompetas doradas tocaron una fanfarria victoriosa, los
tambores atronaron, los cánticos de adoración reverberaron en los cielos
resonantes. Sin duda en aquel alboroto de gloria, en aquel bárbaro desfile de
esplendor, el alma orgullosa de la muchacha nativa del Norte bebió a grandes
tragos y se emborrachó de orgullo imperial.
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