Page 80 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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aquello  que  tanto  ambicionaba  no  era  más  que  un  simple  papel  dentro  del

               baile  de  marionetas  de  Gothan;  pero  ahora  incluso  la  baratija  vacía  de  su
               reinado se escurría de sus dedos y esta golfa se burlaba en sus narices delante
               de su pueblo. Ska se volvió, a todos los efectos, loco furioso.
                    Brunilda se volvió hacia sus dos aliados.

                    —Uno de vosotros debe luchar con Ska.
                    —¡Déjame  a  mí!  —urgió  Turlogh,  los  ojos  bailando  con  el  ansia  de
               batalla—.  Tiene  el  aspecto  de  un  hombre  rápido  como  un  gato  montés,  y
               Athelstane, aunque tiene la fuerza de un auténtico toro, es un poco lento para

               este trabajo…
                    —¡Lento!  —interrumpió  Athelstane  en  tono  de  reproche—.  Pues  bien,
               Turlogh, para un hombre de mi peso…
                    —Basta —interrumpió Brunilda—. Que él mismo elija.

                    Habló con Ska, que miró con ojos enrojecidos durante un instante, y luego
               indicó a Athelstane, que sonrió alegremente, arrojó a un lado la cabeza del
               pájaro y desenvainó su espada. Turlogh lanzó un juramento y retrocedió. El
               rey había decidido que tendría más posibilidades contra aquel inmenso búfalo

               humano que parecía lento, que contra el guerrero de pelo negro con aspecto
               de tigre, cuya velocidad felina era evidente.
                    —Este  Ska  no  lleva  armadura  —murmuró  el  sajón—.  Deja  que  yo
               también me quite la cota de malla y el casco para que luchemos en igualdad

               de condiciones…
                    —¡No!  —gritó  Brunilda—.  ¡Tu  armadura  es  tu  única  posibilidad!  ¡Te
               advierto que este rey falso lucha con la agilidad del relámpago de verano! Ya
               te costará mucho tal y como está. ¡Conserva tu armadura, te digo!

                    —Bueno,  bueno  —refunfuñó  Athelstane—.  La  conservaré.  Aunque
               insisto en que no es justo. Pero que venga y acabemos con esto.
                    El enorme sajón avanzó pesadamente hacia su enemigo, que se agazapó
               cauteloso  y  se  alejó  caminando  en  círculo.  Athelstane  sujetó  su  enorme

               espada con ambas manos, apuntó hacia arriba, la empuñadura algo por debajo
               de la altura de su mentón, en posición para propinar un golpe a izquierda o
               derecha, o para desviar un ataque repentino.
                    Ska se había desprendido de su ligero escudo: su sentido del combate le

               decía  que  resultaría  inútil  ante  la  acometida  de  aquella  hoja  pesada.  En  la
               mano derecha llevaba su delgada lanza igual que un hombre sujeta un dardo,
               en la izquierda un hacha ligera y afilada. Pretendía que la pelea fuera rápida y
               furtiva, y su táctica era la correcta. Pero Ska, al no haber visto nunca a un







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