Page 76 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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ascender! Pero nos aproximamos a las puertas de la ciudad… ¡sed valientes

               pero precavidos!
                    Habían ascendido las largas pendientes combadas y no estaban lejos de las
               murallas que se elevaban enormes. Sin duda, pensó Turlogh, dioses paganos
               erigieron  esta  ciudad.  Los  muros  parecían  de  mármol  y  con  sus  almenas

               decoradas con grecas y sus delgadas torres vigía, empequeñecía el recuerdo
               de ciudades como Roma, Damasco y Bizancio. Una ancha y tortuosa carretera
               blanca conducía desde los niveles inferiores hasta la explanada que se abría
               ante  las  puertas,  y  a  medida  que  ascendían  por  aquel  camino,  los  tres

               aventureros  sintieron  cientos  de  ojos  ocultos  y  fijos  en  ellos  con  feroz
               intensidad.  Los  muros  parecían  desiertos;  podría  haber  sido  una  ciudad
               muerta. Pero el impacto de aquellos ojos que miraban se dejaba sentir.
                    Por fin estuvieron ante las inmensas puertas, que a los asombrados ojos de

               los guerreros parecían estar hechas de plata cincelada.
                    —¡Aquí  hay  para  pagar  el  rescate  de  un  emperador!  —murmuró
               Athelstane,  los  ojos  encendidos—  ¡Sangre  de  Thor,  ojalá  tuviéramos  una
               banda de saqueadores y un barco para llevarnos el botín!

                    —Golpead la puerta y luego retroceded, si no queréis que os caiga algo
               encima de la cabeza —dijo Brunilda, y el trueno del hacha de Turlogh sobre
               los portales despertó ecos en las colinas dormidas.
                    Entonces los tres retrocedieron unos pasos y repentinamente las poderosas

               puertas se abrieron hacia dentro y una extraña muchedumbre quedó a la vista.
               Los dos guerreros blancos contemplaron un espectáculo de grandeza bárbara.
               Un tropel de hombres altos, delgados y de piel morena permanecía en pie en
               las  puertas.  Su  única  indumentaria  eran  taparrabos  de  seda,  cuya  excelente

               manufactura contrastaba extrañamente con la casi desnudez de sus portadores.
               Altas  plumas  ondulantes  de  muchos  colores  engalanaban  sus  cabezas,  y
               brazaletes y aros para las piernas de oro y plata, con joyas resplandecientes
               incrustadas,  completaban  su  ornamentación.  No  llevaban  armadura  alguna,

               pero  cada  uno  esgrimía  un  escudo  ligero  en  el  brazo  izquierdo,  hecho  de
               madera dura, muy pulimentada, y reforzado con plata. Sus armas eran lanzas
               de hoja plana, hachas ligeras y puñales delgados, todos con hojas de excelente
               acero. Era evidente que estos guerreros dependían más de la velocidad y la

               habilidad que de la fuerza bruta.
                    Al frente de este grupo se destacaban tres hombres que instantáneamente
               llamaban la atención. Uno era un esbelto guerrero con cara de halcón, casi tan
               alto  como  Athelstane,  que  llevaba  alrededor  del  cuello  una  gran  cadena

               dorada de la cual colgaba un curioso símbolo de jade. Otro de los hombres era




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