Page 77 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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joven y de ojos malignos; exhibía una impresionante orgía de colores en el

               manto de plumas de loro que caía desde sus hombros. El tercer hombre no
               tenía nada que le distinguiera del resto salvo su propia y extraña personalidad.
               No llevaba manto alguno, ni tampoco armas. Su único atavío era un sencillo
               taparrabos.  Era  muy  viejo;  era  el  único  de  toda  la  muchedumbre  que  lucía

               barba,  y  su  barba  era  tan  blanca  como  el  pelo  largo  que  le  caía  sobre  los
               hombros.  Era  muy  alto  y  muy  delgado,  y  sus  grandes  ojos  oscuros
               relampagueaban como si los alimentara un fuego oculto. Turlogh supo sin que
               se  lo  dijeran  que  aquel  hombre  era  Gothan,  sacerdote  del  Dios  Negro.  El

               anciano  exudaba  un  aura  de  antigüedad  y  misterio.  Sus  grandes  ojos  eran
               como  ventanas  de  algún  templo  olvidado,  tras  las  cuales  se  agitaban  como
               fantasmas  sus  pensamientos  oscuros  y  terribles.  Turlogh  sintió  que  Gothan
               había profundizado demasiado en los misterios prohibidos para seguir siendo

               completamente humano. Había atravesado puertas que le habían separado de
               los sueños, deseos y emociones de los mortales. Al mirar aquellos orbes que
               no parpadeaban, Turlogh sintió que su piel se erizaba, como si mirase a los
               ojos de una gran serpiente.

                    Una  mirada  hacia  arriba  reveló  que  las  murallas  estaban  cubiertas  de
               gentes silenciosas de ojos oscuros. El escenario estaba dispuesto; todo estaba
               listo  para  el  drama  rápido  y  sangriento.  Turlogh  sintió  que  su  pulso  se
               aceleraba con un júbilo feroz y los ojos de Athelstane empezaron a refulgir

               con una luz salvaje.
                    Brunilda avanzó con osadía, la cabeza alta, su espléndida figura vibrante.
               Los guerreros blancos naturalmente no podían entender lo que ocurría entre
               ella  y  los  otros,  excepto  leyendo  sus  gestos  y  expresiones,  pero  más  tarde

               Brunilda les relató la conversación casi palabra por palabra.
                    —Bueno,  pueblo  de  Bal-Sagoth  —dijo,  espaciando  lentamente  las
               palabras—, ¿qué tenéis que decir a la diosa de la que os burlasteis y a la que
               repudiasteis?

                    —¿Qué quieres, falsaria? —exclamó el hombre alto, Ska, el rey impuesto
               por Gothan—. Tú que te burlaste de las costumbres de nuestros antepasados,
               que desafiaste las leyes de Bal-Sagoth, que eres más vieja que el mundo, que
               asesinaste a tu amado y profanaste el altar de Gol-goroth. Tú fuiste condenada

               por la ley, el rey y dios y fuiste expulsada al bosque macabro más allá de la
               laguna…
                    —Y  yo,  que  soy  igualmente  una  diosa  y  mayor  que  cualquier  dios  —
               contestó  Brunilda  con  sorna—,  ¡he  regresado  del  reino  del  horror  con  la

               cabeza de Groth-golka!




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