Page 82 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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—¡Pueblo de Bal-Sagoth, habéis visto cómo vuestro falso rey moría ante

               este gigante de barba dorada, que al ser de hierro, no muestra ningún corte!
               Elegid ahora: ¿me recibís de libre voluntad?
                    —¡Sí, lo hacemos! —contestó la multitud con un gran grito—. ¡Regresa a
               tu pueblo, oh reina grande y todopoderosa!

                    Brunilda sonrió sarcásticamente.
                    —Venid  —dijo  a  los  guerreros—.  Se  están  arrojando  a  un  auténtico
               frenesí de amor y lealtad, pues ya han olvidado su traición. ¡La memoria del
               populacho es corta!

                    Sí, pensó Turlogh, mientras al lado de Brunilda él y el sajón atravesaban
               las grandiosas puertas entre Pilas de caciques postrados; sí, la memoria del
               populacho es muy corta. Apenas han pasado unos días desde que vitoreaban
               con el mismo salvajismo a Ska el liberador; breves horas habían transcurrido

               desde que Ska se sentaba en el trono, señor de la vida y la muerte, y la gente
               se inclinaba ante sus pies. Ahora… Turlogh miró el cadáver destrozado que
               yacía abandonado y olvidado ante las puertas de plata. La sombra de un buitre
               que  volaba  en  círculos  caía  sobre  él.  El  clamor  de  las  multitudes  llenó  los

               oídos de Turlogh, y sonrió con una sonrisa amarga.
                    Las grandes puertas se cerraron tras los tres aventureros y Turlogh vio una
               ancha  y  blanca  calle  que  se  alargaba  delante  de  él.  Otras  calles  menores
               derivaban  de  esta.  Los  dos  guerreros  percibieron  una  impresión  caótica  y

               confusa de grandes edificios de piedra blanca tocándose unos con otros; de
               torres  que  se  elevaban  hasta  el  cielo  y  anchos  palacios  con  escaleras  en  la
               fachada. Turlogh sabía que debía de existir un sistema ordenado siguiendo el
               cual  se  había  diseñado  la  ciudad,  pero  a  él  le  parecía  un  simple

               amontonamiento  de  piedra,  metal  y  madera  pulida,  sin  pies  ni  cabeza.  Sus
               ojos desconcertados volvieron a examinar la calle.
                    A  lo  largo  de  la  calle,  hasta  muy  lejos,  se  extendía  una  masa  de
               humanidad, de la cual se elevaba un sonido rítmico como un trueno. Miles de

               hombres y mujeres desnudos, tocados con plumas de colores, se arrodillaban,
               inclinándose hasta tocar las losas de mármol, y luego se estiraban hacia arriba
               con un movimiento de elevación de sus brazos, moviéndose todos al perfecto
               unísono igual que se inclina y se levanta la hierba alta con el viento. Y al

               tiempo que hacían sus reverencias, emitían un canto monótono que bajaba y
               subía con el frenesí del éxtasis. Así recibió su primitivo pueblo el regreso de
               la diosa A-ala.
                    Apenas traspasadas las puertas, Brunilda se detuvo y se dirigió al joven

               jefe  que  había  sido  el  primero  en  elevar  el  grito  de  la  revuelta  sobre  las




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