Page 305 - Fantasmas
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Joe HiLL



            Esta vez,  cuando  le dio la espalda, la dejó ir. Harriet  se ta-
      paba la cara con  las manos.  Los hombros  le temblaban  y mien-
      tras  caminaba  dejaba escapar  ruiditos  ahogados.  Bobby la mi-
      ró dirigirse  hacia  el murete  que  rodeaba  la fuente  donde  se
      habían  encontrado  por la mañana.  Entonces  recordó  al niño
      y se volvió,  el corazón  latiéndole  con  fuerza y preguntándose
      si el niño los habría visto  u oído.  Pero  corría  por la amplia ex-
      planada del centro  comercial  dando  patadas  al bazo, que para
      entonces  llevaba  adherida  ya una  buena  cantidad  de pelusas.
      Los  otros  dos niños  muertos  intentaban  quitárselo.
            Bobby lo observó jugar durante un  rato.  Uno de ellos hi-
      zo  un pase largo y el bazo pasó rodando  a su  lado.  Lo paró con
      un pie. Se deformaba  de un  modo  desagradable  bajo la suela de
      su  zapato.  Los niños  se  pararon  a unos  pocos  metros,  jadean-
      do y esperando.  Lo lanzó  de una  patada.
            —Cógelo —dijo y se  lo lanzó  a Bobby, quien lo recogió
      con  ambas  manos y se  alejó corriendo  con  la cabeza  inclinada
      y los otros  dos niños  persiguiéndolo.
            Cuando  se volvió  en  dirección  a Harriet  vio que lo esta-
      ba mirando  con  las palmas  de las manos  apretadas  contra  los
      muslos.  Esperó a que volviera  la cabeza, pero no  lo hizo, y ter-
      minó por interpretar  su  mirada  como  una  invitación  a acer-
      carse.
            Caminó  hasta  la fuente  y se  sentó  junto a ella.  Estaba
      intentando  formular  una  disculpa  cuando  ella habló  primero.
           —Te  escribí.  Tú dejaste de contestarme.  —Los  dedos  de
      sus  pies descalzos  luchaban  otra  vez  los unos  contra  los otros.
           —No  soporto  lo autoritario  que es  tu pie derecho  —di-
      jo él—.  ¿No puede dejarle al izquierdo  un  poco  de espacio?
            Pero  Harriet  no  le escuchaba.
           —No  me  importó  —dijo  con  voz  ronca  y congestiona-
      da. El maquillaje  que  llevaba  era  aceitoso  y, a pesar  de las lá-
      grimas, no  se  había  estropeado—.  No me  enfadé.  Sabía que lo



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