Page 306 - Fantasmas
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FANTASMAS



        nuestro  no  podía funcionar,  viéndonos  sólo  cuando  volvías  a
        casa  a pasar  las navidades.  —Tragó  saliva  con  fuerza—.  Cada
        vez  que pensaba  en  que un  día te vería  en  la televisión,  con  la
        gente  riéndose  de tus  chistes,  sonreía  como  una  estúpida.  Po-
        día pasarme  una  tarde  entera  soñando  con ello. No  entiendo
        qué es  lo que te ha hecho volver  a Monroeville.
              Pero Bobby ya había dicho lo que le había hecho volver a
        casa  de sus  padres, a su dormitorio  sobre el garaje. Dean se lo ha-
        bía preguntado  durante  la comida y había contestado  la verdad.
              Un jueves por la noche,  la primavera  anterior,  había  ac-
        tuado  temprano  en  un  club  del Village.  Hizo  sus  veinte  mi-
        nutos  de monólogo,  que le reportaron  un  murmullo  continuo,
        aunque  no  precisamente  abrumador,  de risas  y un  aplauso  al
        terminar.  Después  se  sentó  junto  a la barra  del bar para  ver
        algunos  de los otros  números.  Estaba  a punto  de dejar su  ta-
        burete  y marcharse  a casa  cuando  vio a Robin  Williams  saltar
        al escenario.  Estaba  en  la ciudad  visitando  clubes,  probando
        material.  Bobby se  sentó  de nuevo  en  el taburete  y se  dispuso
        a escuchar  mientras  el pulso le latía con  fuerza.
              No podía explicar a Harriet  la importancia  de lo que ha-
        bía visto.  Uno  de los espectadores  se  aferraba  al borde  de su
        mesa  con  una  mano  y al muslo  de su  pareja con  la otra,  apre-
        tando  tan  fuerte  que  tenía  los nudillos  blancos.  Estaba  do-
        blado, las lágrimas le rodaban  por las mejillas y su  risa era  agu-
        da, penetrante  y convulsa,  más propia de un  animal  que de un
        humano,  como  de perro  lobo.  Sacudía  la cabeza  de un  lado  a
        otro  y agitaba una  mano  en  el aire.  «Por favor, pare,  no  me  ha-
        ga esto.»  Aquello  era  una  risa que rozaba  el sufrimiento.
              Robin  Williams  se  fijó en  el hombre  e interrumpió  su
        monólogo  sobre  la masturbación  para señalarlo  con  el dedo y
        gritar:  «<¡ Usted,  eh, usted,  hombre  hiena  histérico!  ¡Tiene us-
        ted entradas  gratis para  cada espectáculo  mío  durante  el resto
        de mi jodida vida!»  Y entonces  hubo  una  gran  algazara entre




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