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Allá delante había algo en el suelo. Lo recogió. Era una billetera de las que
                hacían los chicos en el curso de manualidades del Centro Cívico. El autor de ésa
                no era muy buen artesano: las puntadas de plástico ya se estaban soltando y el
                compartimiento para billetes flameaba como boca floja. En el monedero había una
                moneda de veinticinco centavos. La billetera sólo contenía una credencial de la
                biblioteca, extendida a nombre de Patrick Hockstetter. Beverly arrojó la billetera a
                un lado y se limpió los dedos en los pantaloncitos.
                   Quince metros más allá encontró una zapatilla. La maleza era ya demasiado
                densa y no le permitía seguir la huella de los surcos, pero no hacía falta ser
                rastreador para distinguir las salpicaduras de sangre.
                   El rastro descendía, serpenteante, por un soto empinado. Bev perdió pie y
                resbaló; los espinos la arañaron. Unas líneas de sangre fresca aparecieron en la
                parte alta del muslo. Ahora respiraba aceleradamente; el pelo, sudoroso, se le
                pegaba a la cabeza.
                   Las manchas de sangre llegaban hasta uno de los difusos senderos abiertos en
                Los Barrens con el Kenduskeag a poca distancia. Allí estaba la otra zapatilla de
                Patrick, con los cordones ensangrentados.
                   Beverly se aproximó al río con el Bullseye preparado. Los surcos habían
                reaparecido, ahora menos profundos. "Eso es porque perdió las zapatillas", se dijo
                ella.
                   Caminó por el último recodo del camino y se encontró frente al río. Los surcos
                bajaban hasta la orilla y, por fin, llegaban hasta uno de esos cilindros de cemento:
                una de las estaciones de bombeo. Allí se interrumpían. La tapa de hierro que
                coronaba ese cilindro estaba entreabierta.
                   Al inclinarse para mirar abajo, una gruesa y monstruosa risita brotó súbitamente
                del interior.
                   El pánico la invadió. Beverly giró en redondo y huyó hacia el claro, hacia el club,
                con el brazo ensangrentado protegiéndose la cara de las ramas que la fustigaban.
                   "A veces yo también me preocupo, papá -pensó, descabelladamente-. A veces
                me preocupo "mucho"."



                   7.


                   Cuatro horas después, todos los Perdedores, menos Eddie, se agazapaban
                entre los matorrales, cerca del sitio donde Beverly había visto a Patrick Hockstetter
                abrir la nevera. El cielo se había cubierto de nubes tormentosas; en el aire había
                otra vez olor a lluvia. Bill sostenía el extremo de la larga cuerda. Los seis habían
                reunido sus monedas para comprar la cuerda y un botiquín de primeros auxilios
                para Beverly. Bill había aplicado cuidadosamente un parche de gasa al agujero
                sanguinolento del brazo.
                   --D-d-di a tus pa-padres q-q-que te rasp-p-paste pat-pat-patinando -recomendó.
                   --¡Mis patines! -recordó Beverly, horrorizada. Los había olvidado por completo.
                   --Ahí están -señaló Ben.
                   Yacían a poca distancia. La chica corrió a recogerlos antes de que ninguno de
                ellos pudiera ofrecerse. Acababa de recordar que los había dejado a un lado antes
                de orinar, y no quería que los otros se acercaran a ese sitio.
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