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Bill ató un extremo de la cuerda al tirador de la nevera; todos lo acompañaron
                cautelosamente, en grupo, listos para huir a la menor señal de peligro. Bev había
                ofrecido devolverle el tirachinas, pero él insistió en que se lo quedase. Nada se
                movió. Aunque el suelo frente al artefacto estaba manchado de sangre, los
                parásitos se habían ido.
                   --Podríamos traer al comisario Borton, al señor Nell y a otros cien policías, sin
                que sirviese de nada -comentó Stan Uris, amargamente.
                   --No verían un pimiento -concordó Richie-. ¿Cómo está tu brazo?
                   --Duele. -Ella hizo una pausa, miró a Bill, a Richie y otra vez a Bill-. ¿Creéis que
                mis padres verán la herida que tengo?
                   --N-n-no creo -musitó Bill-. Prepprep-p-pa-raos para co-co-correr. V-vvoy a at-t-
                tar esto.
                   Pasó el extremo de la soga por el tirador cromado, lleno de herrumbre, con el
                cuidado de quien desactiva una sombra. Ató un nudo flojo y retrocedió. Cuando
                hubo cubierto cierta distancia, dedicó a los otros una sonrisa temblorosa.
                   --Uff -dijo-. M-m-menos mal. Ya e-e-está.
                   Ya a una distancia prudencial (eso cabía esperar) de la nevera, Bill les repitió
                que estuviesen preparados para huir. Un trueno resonó directamente arriba
                haciéndoles dar un respingo. Comenzaban a caer las primeras gotas.
                   Bill tiró de la cuerda con todas sus fuerzas. El nudo se soltó, pero no antes de
                haber abierto la puerta de la nevera. Del interior cayó una avalancha de pompones
                naranja. Stan Uris emitió un gruñido. Los otros se limitaron a mirar, boquiabiertos.
                   La lluvia se tornó más fuerte. Los relámpagos soltaban latigazos allá arriba,
                intimidándolos. En el momento en que la puerta se abría por completo, restalló un
                rayo azul purpúreo.
                   Richie fue el primero en ver aquello y gritó con voz aguda, herida. Bill soltó una
                exclamación de furia y miedo. Los otros guardaron silencio.
                   En el lado interior de la puerta, en letras de sangre, reseca, se leían estas
                palabras:


                   Basta ya o los mato.
                   Es un consejo del amigo
                   Pennywise


                   A la lluvia torrencial se sumó el granizo. La puerta de la nevera se mecía,
                estremecida por el fuerte viento, mientras la leyenda empezaba a chorrear
                tomando el ominoso aspecto de un anuncio de películas de terror.
                   Bev no se dio cuenta de que Bill se había levantado hasta que lo vio avanzar
                hacia la nevera, sacudiendo los puños. El agua le chorreaba por la cara,
                pegándole la camisa a la espalda.
                   --¡Te vamos a m-m-matar! -vociferó.
                   Los truenos rugían, entre relámpagos tan poderosos que la chica llegaba a
                percibir su olor. A poca distancia de ellos se oyó el sonido resquebrajado de un
                árbol que caía.
                   --¡Vuelve aquí, Bill! -chillaba Richie-. ¡Vuelve, tío!
                   Empezó a levantarse, pero Ben lo bajó nuevamente de un tirón.
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