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--No queremos perder el adiestramiento -dijo Richie-. ¿No es cierto, Bill?
                   --S-s-sí.
                   Según resultó, hacer balines era muy fácil, una vez se tenían los moldes. La
                cuestión era dónde conseguirlos. Eso se solucionó con un par de discretas
                preguntas a Zack Denbrough... y ninguno de los Perdedores se sorprendió al
                saber que sólo un taller fabricaba esos moldes en Derry: Herramientas de
                Precisión Kitchener. Su propietario era el sobrino-tataranieto de los hermanos que
                habían instalado la fundición Kitchener.
                   Bill y Richie fueron allá con todo el efectivo que los Perdedores pudieron reunir
                en tan breve plazo: diez dólares con cincuenta y nueve centavos. Cuando Bill
                preguntó cuánto costaba un par de moldes para balines de dos pulgadas, Carl
                Kitchener (que parecía un ebrio consuetudinario y olía a vieja manta de caballo)
                preguntó para qué querían los moldes. Richie dejó que Bill se encargara de la
                respuesta, sabiendo que eso facilitaría las cosas: si los chicos se burlaban de su
                tartamudez, a los adultos los ponía incómodos, cosa que solía resultar muy útil.
                   Antes de que Bill llegara a la mitad de la explicación que había preparado con
                Richie durante el trayecto (algo referido a un modelo de molino de viento para el
                proyecto de ciencia del año siguiente), Kitchener le hizo señas de que estaba bien
                y le propuso el increíble precio de cincuenta centavos por molde.
                   Bill, sin poder creer en tanta buena suerte, le entregó un billete de un dólar.
                   --Por esto no os voy a dar una bolsa -dijo Carl Kitchener, mirándolos con el,
                desprecio de quien está convencido de haberlo visto todo en este mundo,
                generalmente por duplicado-. No damos bolsas por compras de menos de cinco
                dólares.
                   --No i-i-importa, s-s-señor -dijo Bill.
                   --Y no os detengáis frente a mi tienda -indicó Kitchener-. A los dos les hace falta
                un buen corte de pelo.
                   Ya fuera, Bill dijo:
                   --¿N-notaste, Ri-Richie, que los m-m-mayores no te venden na-na-nada aparte
                de g-g-golosinas y rev-vistas si no te p-p-preguntan pa-para qué es?
                   --Cierto -dijo Richie.
                   --¿P-p-por qué será?
                   --Porque nos consideran peligrosos.
                   --¿S-s-sí? ¿Te p-p-parece?
                   --Sí -aseguró Richie y se echó a reír-. Quedémonos frente a la tienda. Nos
                levantaremos los cuellos, miraremos a la gente con aire sospechoso y nos
                dejaremos crecer el pelo.
                   --Vete a la m-m-m... -dijo Bill.



                   3.

                   --Bueno -dijo Ben, mirando los moldes-. Ahora...
                   Le hicieron un poco más de espacio, mirándolo con expresión esperanzada
                como mira al mecánico el dueño de un coche que no sabe nada de automóviles.
                Ben no reparó en esa expresión. Estaba concentrado en su trabajo.
                   --Alcanzadme esa bala -dijo-, y el soldador.
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