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Bill le entregó una bala de mortero cortada en dos. Era un recuerdo de guerra
                que Zack había recogido en Alemania cinco días después de entrar con el ejército
                del general Patton. En otros tiempos, cuando Georgie aún llevaba pañales, se
                había utilizado en la casa como cenicero. Pero Zack había dejado de fumar y la
                bala de mortero había desaparecido. Bill la había encontrado en la parte trasera
                del garaje una semana antes.
                   Ben puso la bala de mortero en el torno, la ajustó y luego tomó el soldador de
                manos de Beverly. Sacó del bolsillo un dólar de plata y lo, dejó caer en el
                improvisado crisol. Sonó a hueco.
                   --Eso te lo dio tu padre, ¿verdad? -observó Beverly.
                   --Sí -dijo Ben-, pero no lo recuerdo muy bien.
                   --¿Estás seguro de que quieres usarlo para esto?
                   Él la miró con una sonrisa.
                   --Sí -contestó.
                   Y ella le devolvió la sonrisa. Para Ben fue suficiente. Si ella le hubiese sonreído
                dos veces, habría sido capaz de hacer balines de plata para matar a un pelotón de
                hombres-lobo.
                   --Bueno, manos a la obra. No hay problema. Es más fácil que andar a pie.
                   Todos asintieron, vacilantes.
                   Años después, al relatar todo eso, Ben pensaría: "Hoy en día cualquier niño
                podría ir a comprar un soldador de propano... siempre que su padre no tuviese
                uno en el taller."
                   Pero en 1958 las cosas no eran tan fáciles; Zack Denbrough tenía uno a gas que
                ponía nerviosa a Beverly. Ben se dio cuenta de que ella estaba nerviosa y quiso
                decirle que no se preocupara, pero temió que le temblara la voz.
                   --No te preocupes -dijo a Stan, de pie junto a ella.
                   --¿Eh? -se extrañó Stan, parpadeando.
                   --Que no te preocupes, digo.
                   --¡Pero si no estoy preocupado!
                   --Ah, me pareció. En todo caso, quería decirte que esto no es nada peligroso.
                Por si te preocupas.
                   -¿Te sientes bien, Ben?
                   --Perfectamente -murmuró él-. Dame las cerillas, Richie.
                   Richie se las dio. Ben hizo girar la válvula del gas y encendió un fósforo bajo la
                boca del soldador. Se oyó un ¡flump! y apareció un brillante fulgor azul y naranja.
                Ben graduó la llama hasta convertirla en un hilo azul y empezó a calentar la base
                de la bala de mortero.
                   --¿Tienes el embudo? -preguntó a Bill.
                   --Ten.
                   Bill le entregó un embudo que Ben había fabricado poco antes. El diminuto
                agujero de la base se ajustaba casi exactamente al de los moldes, y Ben lo había
                hecho sin tomar precauciones. Bill estaba asombrado, casi atónito, pero no sabía
                cómo expresarlo sin incomodar a su amigo.
                   Absorto en lo que estaba haciendo, Ben podía dirigirse a Beverly... y lo hizo con
                la precisión del cirujano que da órdenes a su enfermera.
                   --Bev, tú tienes el mejor pulso. Clava el embudo en el agujero. Usa uno de esos
                guantes para no quemarte.
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