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existe un Consejo de Dirección. Son once consejeros. Uno de ellos es un escritor
de setenta años que hace dos sufrió un ataque y que ahora suele necesitar ayuda
hasta para encontrar su nombre en la agenda impresa de cada reunión (y que a
veces se le ha visto sacar grandes mocos secos de su peluda nariz para ponerlos
cuidadosamente en sus orejas como quien protege sus ahorros en una caja
fuerte). Otra es una mujer ambiciosa que llegó de Nueva York con su marido, un
médico; habla sin cesar en un quejoso monólogo sobre lo provinciana que es
Derry, donde nadie comprende "La experiencia judía" Y donde hay que ir a Boston
para comprar una falda presentable. La última vez que esa muñeca anoréxica me
dirigió la palabra sin utilizar los servicios de un intermediario fue durante la fiesta
que el consejo organizó por Navidad, hace un año y medio. Había consumido una
buena cantidad de ginebra y me preguntó si alguien, en Derry, comprendía "La
experiencia negra". Yo, que también había consumido una buena cantidad de
ginebra, le respondí: "Vea, señora Gladry, los judíos pueden ser un gran misterio,
pero a los negros se los entiende en todo el mundo." Se le atragantó la bebida y
giró en redondo tan bruscamente que se le vieron las bragas, bajo la falda al vuelo
(no resultó muy interesante: yo habría preferido que fuese Carole Danner). Así
terminó mi última conversación informal con la señora Ruth Gladry. No perdí gran
cosa.
Los otros miembros del consejo son descendientes de los potentados de la
madera. El apoyo que prestan a la biblioteca es un acto de expiación heredado:
ellos, que violaron los bosques, ahora cuidan de estos libros, tal como un libertino
podría decidir, al llegar a la edad madura, mantener a los bastardos alegremente
procreados en su juventud. Fueron los abuelos y los bisabuelos quienes abrieron
de piernas los bosques, al norte de Derry y de Bangor, y forzaron a aquellas
vírgenes de túnicas verdes con sus hachas y sus sierras. Cortaron, aserraron y
desgarraron sin una sola mirada atrás. Perforaron el himen de esos grandes
bosques cuando Grover Cleveland era presidente y ya habían terminado la obra
cuando Woodrow Wilson sufrió su ataque. Estos rufianes adornados de encajes
violaron los grandes bosques preñándolos de una camada de despreciables
abetos. Transformaron a Derry, un soñoliento pueblecito de astilleros, en una
pujante ciudad donde los destiladeros de ginebra nunca cerraban y las rameras
utilizaban sus tretas toda la noche.
Un viejo de aquel entonces, Egbert Thoroughgood, que ya tiene noventa y tres
años, me habló de la noche en que había follado a una prostituta barata en un
camastro de Baker Street (que ya no existe; ahora se alzan edificios de clase
media donde antes bullía y bramaba Baker Street).
--Sólo después de consumir mi fuerza en ella me di cuenta de que estaba
tendida en un charco de esperma de casi un centímetro de espesor. La porquería
parecía mermelada. "Pero, mujer -le dije-, ¿por qué no te cuidas un poco?" Ella
miró hacia abajo y dijo: "Si quieres repetir, cambiaré la sábana. Tengo dos en el
armario. Sé muy bien en qué estoy acostada hasta las nueve o las diez, pero para
medianoche tengo el coño tan entumecido que no lo siento."
Así era Derry en los primeros veinte años de este siglo: todo progreso, copas y
cama. El Penobscot y el Kenduskeag estaban llenos de troncos flotantes desde el
deshielo de abril hasta las heladas de noviembre. El negocio empezó a mermar en
los años veinte, cuando la Gran Guerra y las maderas duras dejaron de