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--Bájate los pantalones y enséñanos -repuso un leñador llamado Falkland, con
                quien Egbert Thoroughgood había compartido copas hasta la llegada de Heroux.
                Eso provocó la risa general.
                   Detrás de ellos, Floyd Calderwood chillaba. Algunos de los hombres reclinados
                contra el mostrador echaron un vistazo a tiempo de ver que Claude Heroux
                encajaba su enorme hacha en la cabeza de Tinker McCutcheon. Tinker era un
                hombre de barba negra que empezaba a encanecer. Se levantó a medias con la
                sangre chorreándole por la cara y volvió a sentarse. Heroux le desprendió el
                hacha del cráneo. Tinker empezó a levantarse otra vez y Heroux descargó el
                hacha de lado, clavándosela en la espalda. Según Thoroughgood, hizo el mismo
                ruido que un saco de ropa sucia arrojado en una alfombra. Tinker cayó sobre la
                mesa y las cartas le saltaron de la mano.
                   Los otros jugadores aullaban. Calderwoood, sin dejar de chillar, trataba de
                levantar su mano derecha con la izquierda mientras la vida se le escapaba en un
                chorro por la muñeca cortada. Stugley Grenier tenía una pistola colgada del
                hombro debajo de la chaqueta y estaba buscándola a tientas sin ningún éxito.
                Eddie King trató de levantarse y cayó de espaldas. Antes de que pudiese
                incorporarse, Heroux estaba de pie ante él, con un pie a cada lado de su cuerpo y
                balanceando el hacha sobre su cabeza. King gritó y levantó ambas manos para
                protegerse.
                   --¡Por favor, Claude, me casé el mes pasado! -gritó King.
                   Descendió el hacha: su cabeza desapareció casi por completo en la amplia
                barriga de King. La sangre salpicó hasta el techo. Eddie empezó a arrastrarse por
                el suelo. Claude le sacó el hacha, tal como un buen leñador la desprendería de un
                árbol blando, meciéndola atrás y adelante para aflojar la adherencia de la madera
                esponjosa. Cuando la liberó, la alzó sobre su cabeza. Volvió a descargarla y Eddie
                King dejó de gritar. Pero Claude Heroux no había terminado con él; se dedicó a
                cortarlo como si fuese leña para la estufa.
                   En el mostrador, la conversación se había desviado hacia el clima. Se discutía
                cómo sería el invierno venidero. Vernon Stanchfield, granjero de Palmyra,
                aseguraba que iba a ser templado. Su teoría era que la lluvia de otoño agota la
                nieve de invierno. Alfie Naugler, que tenía una granja en el camino de Naugler a la
                altura de Derry (ya ha desaparecido; la prolongación de la autopista interestatal
                pasa ahora por el sitio donde él cultivaba guisantes y judías), se permitió estar en
                desacuerdo. Alfie aseguraba que el invierno venidero sería una congeladora, pues
                había visto hasta ocho anillos en algunas orugas peludas, número increible, según
                decía. Otro hombre vaticinaba hielo; un cuarto, lodo. Jonesy enviaba por el
                mostrador, patinando, jarras de cerveza y escudillas con huevos duros. Por detrás
                de ellos seguía el griterío y la sangre manaba a chorros.
                   A estas alturas de mi interrogatorio, apagué la grabadora y pregunté a Egbert
                Thoroughgood:
                   --¿Cómo pudo ocurrir eso? ¿Quieres decir que ustedes no sabían lo que
                pasaba, que lo sabían pero dejaron que ocurriese, o qué?
                   Thoroughgood hundió el mentón en su chaleco manchado de comida. Sus cejas
                se unieron. El silencio de su habitación, pequeña, atestada y con olor a medicinas,
                se prolongó tanto que estuve a punto de repetir la pregunta. En ese momento, él
                respondió:
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