Page 620 - Microsoft Word - King, Stephen - IT _Eso_.DOC.doc
P. 620
--Lo sabíamos. Pero no nos importaba. Era como la política. Sí, eso: como la
política municipal. Es mejor dejar que se encarguen de eso los que entienden de
política; y de los negocios, los que entienden de negocios. Esas cosas siempre
resultan mejor si los trabajadores no se meten.
--¿Acaso está hablando del destino, de la fatalidad, y no se atreve a hacerlo
directamente? -le espeté.
La pregunta surgió como si me la arrancasen. Por cierto, no esperaba que el
anciano, lento e iletrado, respondiese... pero lo hizo sin inmutarse.
--Sí -confirmó-. Puede que sí.
Mientras los hombres, ante el mostrador, seguían hablando del clima, Claude
Heroux talaba y talaba. Stugley Grenier había logrado, por fin, sacar su pistola. El
hacha descendía para golpear otra vez a Eddie King, quien ya estaba hecho
pedazos. La bala disparada por Grenier dio en la cabeza del hacha y rebotó con
una chispa y un chirrido.
Katook se puso de pie y empezó a retroceder. Aún sostenía el mazo de cartas
que había estado repartiendo; los naipes se desprendían y aleteaban hasta el
suelo. Claude lo siguió. Katook tendió las manos. Stugley Grenier disparó
nuevamente, pero la bala pasó a tres metros de Heroux.
--Basta, Claude -dijo Katook. Según contó Thoroughgood, parecía estar tratando
de sonreír-. Yo no estaba con ellos. No participé en eso para nada.
Heroux se limitó a gruñir.
--Yo estaba en Millinocket -dijo Katook. Su voz empezó a elevarse hacia el grito-.
¡Estaba en Millinocket, te lo juro por mi madre! ¡Si no me crees, pregunta!
Claude levantó el hacha que goteaba. Katook esparció el resto de las cartas en
su propia cara. El hacha descendió, silbando. Katook agachó la cabeza y el arma
se enterró en el entablado de la pared posterior del Dólar Soñoliento. El
perseguido trató de correr. Claude arrancó el hacha de la pared y la clavó entre
sus tobillos. Katook cayó, despatarrado. Stugley Grenier volvió a disparar, esta vez
con un poco más de suerte. Había apuntado a la cabeza del loco, pero la bala dio
en la parte carnosa del muslo.
Mientras tanto, Katook se arrastraba hacia la puerta, con el pelo colgándole en la
cara. Heroux blandió el hacha otra vez, bramando y balbuceando. Un momento
más tarde, la cabeza cortada de Katook rodaba por el suelo lleno de serrín con la
lengua ridículamente asomada entre los dientes. Se detuvo junto a la bota de un
leñador llamado Varney que había pasado la mayor parte del día en el Dólar y
estaba, por entonces, tan exquisitamente borracho que no hubiese podido decir si
estaba en tierra firme o en el mar. Varney apartó la cabeza de un puntapié sin
molestarse en mirar de qué se trataba y aulló pidiendo otra cerveza.
Katook se arrastró un metro más, barbotando sangre por el cuello, antes de
darse cuenta de que estaba muerto. Sólo quedaba Stugley. Heroux giró hacia él,
pero el otro había corrido hacia el retrete y la puerta ya estaba cerrada con llave.
Heroux se abrió paso a golpes de hacha, aullando y delirando en balbuceos; de
la boca le caían hilos de baba. Cuando pudo entrar, Stugley había desaparecido,
aunque ese cuartito frío y húmedo carecía de ventanas. Heroux se estuvo quieto
un momento, con la cabeza gacha, untados de sangre los poderosos brazos. De
pronto, con un bramido, levantó la tapa de la letrina. Tuvo tiempo de ver que las
botas de Stugley desaparecían bajo la tabla mellada que servía de zócalo. Stugley