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Echó un vistazo a Beverly, que estaba de pie junto a Bill, y sintió un dolor casi
                olvidado. Un recuerdo nuevo tembló casi a su alcance, pero se alejó flotando.
                   --¿Y tú, M-m-mike? ¿Quieres venir con Bev y c-c-conmigo?
                   Mike negó con la cabeza.
                   --Tengo que...
                   Fue entonces cuando Beverly soltó un alarido, un sonido muy agudo en la
                quietud de la biblioteca. La cúpula lo recibió y los ecos fueron como la risa de las
                hadas traviesas aleteando alrededor.
                   Bill se volvió hacia ella, Richie dejó caer su chaqueta. Se oyó un estruendo de
                vidrios rotos: Eddie había hecho caer, con el brazo, una botella de ginebra vacía.
                   Beverly retrocedía, con las manos tendidas y el rostro pálido. Sus ojos, hundidos
                en la órbitas amoratadas, estaban muy dilatados.
                   --¡Mis manos! -gritó-. ¡Mis manos!
                   --¿Qué ... ? -Y entonces Bill vio la sangre que chorreaba lentamente entre los
                dedos estremecidos de la mujer. Quiso acercarse, pero súbitas punzadas de dolor
                le cruzaron las manos. No era un dolor agudo, sino el que a veces se siente en
                una vieja herida cicatrizada.
                   Las antiguas cicatrices de sus palmas, las que habían reaparecido en Inglaterra,
                estaban abiertas y sangrando. Miró a un lado y vio que Eddie Kaspbrak
                contemplaba estúpidamente sus propias manos, también sangrantes. Lo mismo
                ocurría con Mike, Richie y Ben.
                   --Estamos en esto hasta el final, ¿no? -dijo Beverly. Estaba llorando, y ese ruido
                también se agigantaba en el vacío de la biblioteca. El edificio mismo parecía llorar
                con ella. Bill pensó que, si debía escuchar eso por mucho tiempo más acabaría
                por volverse loco-. Que Dios nos ayude: estamos en esto hasta el final.
                   Sollozó y una gota de moco le colgó de la nariz. Se la enjugó con una mano
                estremecida. Otro poco de sangre cayó al suelo.
                   --¡Rá-rá-rápido! -exclamó Bill y tomó a Eddie de la mano.
                   --¿Qué...?
                   --¡Rápido!
                   Alargó la otra mano. Después de un instante, Beverly se la cogió sin dejar de
                llorar.
                   --Sí -dijo Mike. Parecía aturdido, casi drogado-. Sí, está bien. Está volviendo a
                empezar, ¿no es así, Bill? Todo vuelve a empezar.
                   --S-s-sí, creo qu-que sí.
                   Mike cogió la mano de Eddie. Richie sujetó la otra mano de Bev. Por un
                momento Ben se limitó a mirarlos. Después, como si estuviera soñando, tendió las
                manos ensangrentadas a cada lado y se acercó a Mike y Richie. El círculo se
                cerró.
                   (Ah, Chüd, esto es el Rito de Chüd y la Tortuga no puede ayudarnos.)
                   Bill trató de gritar, pero no emitió sonido alguno. Vio que la cabeza de Eddie caía
                hacia atrás, con los tendones del cuello muy salientes. Bev dio dos golpes de
                cadera, feroces, como en un orgasmo breve y áspero como un disparo de pistola.
                Mike movía extrañamente la boca, como si riera e hiciera muecas de dolor al
                mismo tiempo. En el silencio de la biblioteca las puertas se abrieron y se cerraron
                con estruendo. En la hemeroteca, las revistas volaron en un huracán sin viento. En
                la oficina de Carole Danner, el ordenador IBM cobró vida y escribió:
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