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parte de su larga cabellera y tiró de ella hacia atrás. Le sonrió en la cara. Su
                aliento era denso, caliente, hediondo.
                   --¿Cómo te va? -le preguntó Henry Bowers-. ¿Adónde vas? ¿A jugar otro poco
                con esos gilipollas de tus amigos? Creo que te voy a cortar la nariz para que te la
                comas. ¿Te gusta la idea?
                   Ella se debatió para liberarse. Henry, con una carcajada, le sacudió la cabeza
                por el pelo. La navaja lanzaba destellos peligrosos en el deslumbrante sol de
                agosto.
                   De pronto se oyó una bocina. Un largo bocinazo.
                   --¡Eh! ¡Eh! ¡Chicos! ¿Qué estáis haciendo? ¡Dejad a esa niña!
                   Era una anciana al volante de un Ford 1950, bien conservado. Se había
                acercado a la acera y se inclinaba sobre el asiento para mirar por la ventanilla.
                Ante esa cara honesta y enfadada, los ojos de Victor Criss perdieron su
                aturdimiento por primera vez. Miró a Henry, nervioso.
                   --¿Qué...?
                   --¡Por favor! -chilló Bev-. ¡Tiene un cuchillo! ¡Un cuchillo!
                   El enfado de la anciana se convirtió en sorpresa y miedo.
                   --¿Qué hacéis, chicos? ¡Dejadla en paz!
                   Al otro lado de la calle -Bev lo vio con toda claridad- Herbert Ross se levantó de
                su tumbona, se acercó a la barandilla del porche y echó un vistazo. Su cara
                estaba inexpresiva como la de Belch Huggins. Plegó el diario, giró en redondo y
                entró tranquilamente en su casa.
                   --¡Dejadla! -gritó la anciana.
                   Henry descubrió los dientes y, de pronto, corrió hacia el auto arrastrando a
                Beverly por el pelo. Ella tropezó, cayó sobre una rodilla y se vio arrastrada. El
                dolor del cuero cabelludo era terrible. Sintió que se le desprendían varios cabellos.
                   La anciana soltó un grito y subió frenéticamente el vidrio de la ventanilla. Henry
                le lanzó una puñalada y la hoja patinó en el cristal. La anciana soltó el embrague y
                el viejo Ford salió disparado por Kansas, dando sacudidas, pero chocó contra la
                acera y se embozó. Henry fue tras él, siempre arrastrando a Beverly. Victor se
                humedeció los labios y miró alrededor. Belch levantó su gorra de béisbol,
                desconcertado.
                   Bev vio, por un instante, la cara de la anciana, pálida por el susto; le vio bajar los
                seguros a manotazos en ambas puertas. El motor del Ford rechinó y se puso en
                marcha. Henry rompió un faro trasero de una patada.
                   --¡Sal de ahí, vieja puta!
                   Los neumáticos bramaron al alejarse por la calle. Un coche que venía en sentido
                contrario maniobró para esquivarla haciendo sonar el claxon. Henry se volvió hacia
                Bev, otra vez sonriente. En ese momento, ella le soltó una patada directamente a
                la entrepierna.
                   La sonrisa de Henry se convirtió en una mueca de dolor. La navaja se le escapó
                de la mano y repiqueteó en la acera. Su otra mano liberó la mata de pelo
                enredado (tirando una vez más al desprenderse) y el gamberro cayó de rodillas,
                tratando de aullar, sujetándose las ingles. Todo el terror de Bev se convirtió en
                odio deslumbrante: aspiró hondo y le soltó un enorme escupitajo a la cabeza.
                Después giró en redondo y echó a correr.
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