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tarjetas de los préstamos vencidos. otra cajita, con broches para papel y bandas
                elásticas. Se detuvieron en algo que era metálico y lo tomaron. Se trataba de un
                abrecartas en cuyo mango se leían las palabras "Jesús redime", un endeble objeto
                que había llegado por correo enviado por la Iglesia bautista para promover una
                recaudación de fondos. Hacía quince años que Mike no iba a la iglesia, pero en
                memoria de su madre envió cinco dólares de los que no podía prescindir. Había
                tenido intenciones de tirar el abrecartas, pero allí estaba, entre el desorden que
                reinaba en su lado del escritorio (la parte de Carole estaba siempre impecable).
                   Lo tomó con fuerza y clavó la vista en el pasillo oscuro.
                   Hubo otro paso... y otro. Los vaqueros raídos eran visibles hasta las rodillas. Y
                vio la silueta a la que correspondían: una silueta grande, corpulenta, de hombros
                redondeados. Había una sugerencia de pelo irregular. El perfil era simiesco.
                   --¿Quién está ahí?
                   La silueta se limitó a contemplarlo.
                   Aunque todavía asustado, Mike había superado la debilitante idea de que
                pudiera ser Stan Uris salido de la tumba, convocado por las cicatrices de sus
                manos, por algún extraño magnetismo que lo había atraído como a un zombi.
                Quienquiera que fuese, no era Stan Uris: Stan, en su edad adulta, había medido
                un metro setenta y dos.
                   La silueta dio un paso más. La luz del globo más próximo al pasillo cayó sobre
                las presillas de su vaquero.
                   De pronto, Mike adivinó. Aun antes de oírle hablar, adivinó.
                   --Hola, negro -dijo la silueta-. ¿Has estado tirando piedras? ¿Quieres saber
                quién envenenó a tu maldito perro?
                   La silueta dio otro paso y la luz reveló la cara de Henry Bowers, más gorda y
                fláccida. La piel tenía un tono enfermizo, como de sebo; las mejillas eran casi
                belfos colgantes salpicados de barba crecida en la que había casi tanto blanco
                como negro. Había tres líneas onduladas grabadas en la frente sobre las cejas
                pobladas. Otras líneas formaban paréntesis en las comisuras de los labios
                gruesos. Los ojos, pequeños y perversos entre la piel amoratada, estaban
                inyectados de sangre y no había sentimientos en ellos. Aquella cara correspondía
                a un hombre empujado a una vejez prematura: un hombre de treinta y ocho años
                que iba a cumplir setenta y tres. Pero era, también, la cara de un chico de doce.
                Su ropa todavía tenía las manchas verdes de los matorrales donde se había
                escondido durante el día.
                   --¿No piensas saludar, negro?
                   --Hola, Henry.
                   A Mike se le ocurrió que llevaba dos días sin escuchar la radio, sin leer siquiera
                los periódicos que constituían todo un rito en su vida. Habían estado pasando
                demasiadas cosas. Estaba muy ocupado.
                   Por desgracia.
                   Henry salió del corredor y permanecio inmóvil, mirando a Mike con sus ojillos de
                cerdo. Sus labios se abrieron en una sonrisa indescriptible revelando los dientes
                cariados típicos de la parte boscosa de Maine.
                   --Voces -dijo-. ¿Alguna vez oyes voces, negro?
                   --¿Qué voces son ésas, Henry? -Mike puso las manos a la espalda, como un
                escolar a punto de recibir la lección y pasó el abrecartas de la mano izquierda a la
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