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El padre cruzó lentamente hacia el lado del seminario.
Beverly dejó de respirar.
"Oh, por favor, no puedo seguir corriendo. Ayúdame, Dios mío. No dejes que me
encuentre."
Al Marsh caminó lentamente por la acera y pasó frente al sitio donde su hija se
había acurrucado, al otro lado del seto.
"¡Dios bendito, no dejes que me olfatee!"
Él no la descubrió, tal vez porque, después de su caída en el callejón y su
travesía por debajo del camión de residuos, apestaba tanto como su hija. Siguió
caminando. Ella le vio bajar otra vez por Up-Mile Hill hasta perderse de vista.
Entonces se levantó lentamente. Tenía la ropa cubierta de basura y la cara sucia
y le dolía la espalda por la quemadura del tubo de escape, pero esos detalles
palidecían ante el confuso torbellino de sus pensamientos. Se sentía como si
hubiera navegado hasta franquear el borde del mundo; ninguna de las normas de
conducta habituales parecía tener aplicación. No se imaginaba volviendo a casa,
pero tampoco se imaginaba no volviendo. Había desafiado a su padre, lo había
desafiado...
Tuvo que apartar ese pensamiento porque la hacía sentir débil, temblorosa,
enferma. Quería a su padre. ¿Acaso no lo ordenaba uno de los Diez
Mandamientos? "Honrarás a tu padre y a tu madre, para que tus días sean largos
sobre la tierra." Sí, pero él no era su padre, sino alguien muy diferente. Un
impostor. "Eso"...
De pronto se vio asaltada por una pregunta terrible: ¿A los otros les estaría
ocurriendo lo mismo o algo parecido? Tenía que avisarles. Los Perdedores le
habían hecho daño y en ese momento tal vez "Eso" tomaba medidas para
asegurarse de que no se repitiera. Y en realidad, ¿a qué otro lugar podría ir? No
tenía otros amigos. Bill sabría qué hacer. Bill le diría qué hacer. Bill le llenaría el "y-
ahora-qué".
Se detuvo allí donde el sendero del seminario se unía a la acera de Kansas para
espiar al otro lado del seto. Su padre había desaparecido. Giró a la derecha y
echó a andar por Kansas hacia Los Barrens. Probablemente ninguno de ellos
estaría allí, sino en casa, almorzando. Pero volverían. Mientras tanto, ella podría
bajar a la casita del club, tan fresca, y tratar de dominarse. Dejaría abierto el
ventanuco, para tener un poco de luz y tal vez hasta podría dormir. Su cuerpo
cansado y su mente tensa se aferraron a la idea. Sí, dormir, eso le haría bien.
Dejó atrás el último grupo de casas y se internó en Los Barrens, donde, por
increíble que pareciera, había estado su padre, acechando, espiando.
No oyó, por cierto, paso alguno detrás de ella. Aquellos gamberros estaban
tomando todas las precauciones necesarias para no hacer ruido. Más de una vez
habían perdido la carrera y no pensaban perderla otra vez. Se acercaban a ella
más y más, con suave andar de gato. Belch y Victor sonreían, pero la cara de
Henry estaba a un tiempo vacua y seria. Su pelo revuelto delataba su desaliño.
Sus ojos estaban tan descentrados como los de Al Marsh en el apartamento.
Mantenía un dedo sucio apretado contra los labios, en un gesto de silencio. La
distancia entre ellos y Beverly se redujo de veinticinco metros a quince, a nueve.
Durante todo aquel verano, Henry había estado vacilando al borde de un abismo
mental, caminando por un puente cada vez más estrecho. El día en que había