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El padre saltó hacia ella con agilidad felina, a tal punto que, si bien ella estaba
                esperando algo así, estuvo a punto de dejarse atrapar. Buscó a tientas el pomo de
                la puerta, la abrió apenas lo suficiente para pasar y corrió por el vestíbulo hacia la
                puerta de entrada en una pesadilla de pánico, tal como huiría de la señora Kersh,
                veintisiete años después. Detrás de ella, Al Marsh se estrelló contra la puerta,
                cerrándola de un golpe que la partió por el medio.
                   --¡"Vuelve aquí inmediatamente, Bevvie"! -aulló, abriendo la puerta de un tirón.
                   La entrada principal estaba con cerrojo porque ella había entrado por la trasera.
                Una de sus manos temblorosas manipuló el cerrojo mientras la otra tiraba
                inútilmente del pomo. Atrás, el padre volvió a aullar como
                   ("quítate esos pantalones. Te estuviste revolcando")
                   un animal. Ella corrió el cerrojo y logró, por fin, abrir la puerta principal. El
                aliento, ardoroso, bombeaba en su garganta. Al mirar sobre el hombro lo vio justo
                atrás, alargando la mano para apresarla, sonriente, gesticulante; sus dientes de
                caballo eran una trampa para osos.
                   Beverly huyó por la puerta y sintió que unos dedos le tocaban la espalda sin
                poder sujetarla. Bajó al vuelo los escalones, pero perdió el equilibrio y cayó
                espatarrada en la acera de cemento despellejándose las rodillas.
                   -"Vuelve ahora mismo, Bevvie, o voy a despellejarte a latigazos".
                   Mientras él bajaba los escalones, ella se levantó con sendos agujeros en las
                perneras de los pantalones
                   ("quítate los pantalones")
                   y las rodillas sangrando. Las terminales nerviosas cantaban "Adelante, soldados
                cristianos". Miró otra vez sobre el hombro.
                   Allí venía otra vez Al Marsh, portero y custodio, hombre canoso, vestido con
                uniforme caqui de grandes bolsillos, con un llavero sujeto al cinturón, el pelo
                arrebatado por el viento. Pero él no estaba en sus ojos. No estaba allí ese él
                esencial que le había lavado la espalda o golpeado en el estómago porque ella le
                preocupaba, le preocupaba "mucho"; ese él que una vez, teniendo ella siete años,
                había tratado de trenzarle el pelo y acabó riendo con ella por el desastroso
                resultado; ese él que sabía hacer batido de huevos con canela los domingos, más
                sabrosos que cuanto vendían en la heladería. El padre, figura masculina de su
                vida. En sus ojos no había en ese momento nada de eso. Sólo un vacío asesino.
                Sólo "Eso".
                   Beverly corrió. Huía de "Eso".
                   El señor Pasquale alzó la vista, sorprendido, dejando de regar su escuálido
                césped y de escuchar el partido de los Red Sox transmitido por su transistor desde
                el porche. Los chicos Zinnerman se apartaron del viejo Hudson Hornet que habían
                comprado por veinticinco dólares y que lavaban casi todos los días. Uno de ellos
                sostenía la manguera; el otro, un balde de agua espumosa. Ambos estaban
                boquiabiertos. La señora Denton miró desde su ventana del primer piso, con un
                vestidito y el resto de la ropa para coser en el regazo, la boca llena de alfileres. El
                pequeño Lars Theramenius apartó rápidamente su camioncito de la acera y se
                refugió en el césped moribundo de Bucky Pasquale, asustado al ver que Bevvie, la
                misma que había pasado toda una mañana enseñándole a atarse las zapatillas,
                pasaba como un rayo gritando, con los ojos dilatados. Un momento después pasó
                el padre, aullando. Lars, que por entonces tenía tres años y que moriría doce años
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