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balbucear, lleno de furia incoherente, mientras los hombres sentados ante la
                puerta reían y se palmeaban la espalda.
                   El callejón torcía hacia la izquierda... y Beverly se detuvo, deslizándose,
                boquiabierta de horror. Ante la boca del callejón había estacionado un camión
                recolector de residuos. No había siquiera veinte centímetros libres a cada lado. El
                motor estaba en marcha. Por debajo de ese ruido, apenas audible, se oía el
                murmullo de una conversación en la cabina del camión. Más hombres almorzando.
                Faltaban sólo tres o cuatro minutos para el mediodía; pronto, el reloj de los
                tribunales daría la hora.
                   Oyó que su padre la seguía otra vez, acercándose. Entonces se arrojó al suelo
                para pasar por debajo del camión impulsándose con los codos y las rodillas
                heridas. El olor de los gases de escape, mezclado con el de la carne cruda, le dio
                náuseas. En cierto modo, la facilidad con que avanzaba era peor, porque estaba
                deslizándose sobre una capa de grasa y desperdicios. Siguió avanzando. En
                cierto momento se levantó demasiado y su espalda chocó con el tubo de escape
                del camión; tuvo que morderse los labios para no gritar.
                   --¿Beverly? ¿Estás ahí? -Cada palabra, separada de la anterior por un jadeo.
                   Ella miró hacia atrás y se encontró con los ojos de su padre, agachado junto al
                camión.
                   --¡Déjame.. en paz! -logró protestar.
                   --Putilla -replicó, ahogándose en saliva.
                   Y también se arrojó al suelo, con un tintinear de llaves, para arrastrarse tras ella
                con grotescas brazadas.
                   Beverly salió trabajosamente de debajo del camión y se aferró a una enorme
                rueda para incorporarse. Se golpeó la espalda con el parachoques delantero, pero
                un momento después corría de nuevo rumbo a Up-Mile Hill, con la ropa manchada
                de grasa y apestando. Al mirar hacia atrás vio que las manos de su padre, sus
                brazos pecosos, salían de debajo de la cabina del camión como garras de algún
                monstruo de la niñez.
                   A toda prisa, casi sin pensar, Beverly se arrojó por el espacio abierto entre el
                depósito Feldinan y el anexo de Tracker Hermanos. Ese pasaje, demasiado
                estrecho para merecer el nombre de callejón, estaba lleno de cajones rotos,
                hierbas, girasoles y más basura, por supuesto. Beverly se zambulló tras un
                montón de cajones y permaneció allí, agazapada. Poco después vio que su padre
                pasaba por la boca del pasaje subiendo la loma.
                   Se levantó y corrió hacia el otro extremo del pasaje donde había un alambrado.
                Trepó por allí como un mono y bajó por el otro lado. Ahora estaba en terrenos del
                Seminario Teológico de Derry. Corrió por el pulcro césped trasero y dio la vuelta al
                edificio. Alguien, dentro, estaba tocando en el órgano- una pieza clásica. Las notas
                parecían grabar en el aire quieto su agradable calma.
                   Entre el seminario y Kansas Street había un seto alto. Beverly miró a través de
                él y vio a su padre al otro lado de la calle, jadeante, con manchas de sudor
                oscureciéndole la camisa bajo los brazos. Miraba en derredor, con los brazos en
                jarras. El llavero chisporroteaba bajo el sol.
                   Beverly lo observó, también jadeante, con el corazón latiéndole en la garganta.
                Tenía sed y la asqueaba el hedor que despedía. "Si me dibujaran en una historieta
                -pensó-, me rodearían de líneas onduladas."
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