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en parte escándalo, en parte Diario, en parte confesión. No había anotado nada
desde el 6 de abril. "Pronto tendré que comprar otro cuaderno", pensó, volviendo
las pocas páginas que quedaban en blanco. Pensó, divertido, en la primera
versión de "Lo que el viento se llevó", escrita por Margaret Mitchel a mano, en
montones de cuadernos escolares. Luego destapó su estilográfica y escribió dos
líneas debajo de la última anotación: "31 de mayo." Hizo una pausa para mirar
vagamente aquel ambiente vacío. Por fin comenzó a escribir todo lo que había
ocurrido en los tres últimos días, empezando por la llamada telefónica a Stanley
Uris.
Escribió en silencio durante quince minutos. Después su concentración empezó
a ceder. Cada vez se detenía con más frecuencia. La imagen de la cabeza cortada
de Stan Uris en la nevera trataba de entrometerse: la cabeza ensangrentada de
Stan, la boca abierta y llena de plumas. La borró con esfuerzo y continuó
escribiendo. Cinco minutos después se incorporó de un salto para mirar alrededor,
convencido de que vería esa cabeza rodar por los mosaicos del suelo, con los ojos
vidriosos y ávidos, como los de un trofeo de caza.
No había nada. No había cabeza. Sólo el resonar apagado de su propio
corazón.
"Tienes que dominarte, Mikey. ES el nerviosismo, nada más."
Pero no sirvió de nada. Las palabras se le escapaban, los pensamientos
parecían colgar fuera de su alcance. Sentía cierta presión en la nuca, cada vez
más densa.
"Alguien lo observaba".
Dejó la estilográfica y se levantó.
--¿Hay alguien ahí? -preguntó. Su voz reverberó en la cúpula dándole un
sobresalto. Se humedeció los labios y lo intentó otra vez-. ¿Bill? ¿Ben?
"Bill-ill-ill... Ben-en-en..."
De pronto, Mike anheló estar en su casa. Se llevaría el cuaderno. En el
momento en que alargaba la mano para tomarlo oyó un paso leve, deslizante.
Levantó otra vez la mirada. Charcos de luz, rodeados por lagunas de sombras,
cada vez más hondas. Nada más... al menos, nada que él pudiese ver. Esperó,
con el corazón acelerado.
El paso se dejó oír otra vez, y en ese momento logró localizarlo. En el pasillo
vidriado que conectaba la biblioteca principal con la infantil. Allí. Alguien. Algo.
Moviéndose silenciosamente, Mike se acercó al, escritorio de salida. La doble
puerta que daba al pasillo estaba abierta, sujeta por cuñas de madera, y dejaba
ver una parte del corredor. Distinguió algo que parecía un par de pies. Con súbito
horror se preguntó si Stan habría acudido a la cita, después de todo, si pensaba
salir de entre las sombras con su enciclopedia de pájaros en una mano, la cara
blanca, los labios purpúreos, las muñecas abiertas. "Al fin vine -diría Stan-. Me
costó un poco porque tuve que salir de un agujero en la tierra, pero vine..."
Se oyó otro paso. Mike vio entonces zapatos, sin lugar a dudas: zapatos y las
perneras de un vaquero raído. Las hilachas, de color azul desteñido, colgaban
contra dos tobillos sin medias. Y en la oscuridad, casi un metro ochenta por
encima de esos tobillos, se veía un par de ojos centelleantes.
Mike buscó a tientas en la superficie del escritorio semicircular, sin apartar la
vista de esos ojos. Sus dedos encontraron una caja pequeña, de madera: las