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Zigzagueaba como ebrio. Chocó contra un sillón y lo derrumbó. Su mano ciega
                desparramó una pila de periódicos. Llegó a la puerta, la abrió con el brazo tieso y
                se arrojó a la noche.
                   Mike ya estaba perdiendo la conciencia. Tiró de la hebilla de su cinturón con
                dedos casi insensibles. Por fin logró sacárselo. Rodeó con él su pierna herida,
                justo debajo de la ingle, y apretó con fuerza. Sujetándolo con una mano, empezó a
                arrastrarse hacia el escritorio donde estaba el teléfono. No estaba seguro de
                alcanzarlo, pero no importaba; se conformaría con llegar hasta allí. El mundo
                ondulaba, se oscurecía, se borroneaba tras oleadas de gris. Sacó la lengua y se la
                mordió con saña. El dolor fue inmediato y exquisito. El mundo volvió a su foco.
                Entonces se dio cuenta de que aún tenía en la mano el mango del abrecartas. Lo
                arrojó a un lado. Por fin estaba frente al escritorio, alto como el Everest.
                   Mike recogió la pierna sana y se impulsó hacia arriba sujetándose del escritorio
                con la mano libre. Tenía la boca torcida en una mueca temblorosa y los ojos eran
                sólo ranuras. Por fin logró incorporarse y cogió el teléfono. En un papel, pegado al
                aparato, se veían tres números: bomberos, policía y hospital. Con una mano
                temblorosa empezó a marcar el último: 5553711. Cuando el teléfono sonó, cerró
                los ojos y los abrió muy grandes al oír la voz del payaso Pennywise.
                   --¡Hola, negro! -chilló Pennywise. Una carcajada aguda perforó el oído de Mike-.
                ¿Qué haces? ¿Cómo te va? Está muerto, ¿no? ¿Quieres un globo, Mike? ¿Un
                globo? ¿Cómo te va? ¡Hola!
                   Los ojos de Mike se volvieron hacia el reloj de péndulo, el reloj de los Mueller; no
                le sorprendió ver allí la cara de su padre, gris, estragada por el cáncer. Tenía los
                ojos en blanco. De pronto, el padre sacó la lengua y el reloj empezó a dar la hora.
                   Mike perdió asidero. Se balanceó por un momento sobre la pierna sana y volvió
                a caer. El teléfono se balanceaba ante él, en el extremo del cable.
                   --Hola, tío Tom -gritaba alegremente Pennywise, por el auricular-. ¡Aquí el Rey
                de los Peces! Por lo menos, el Rey de los Peces de Derry, y eso no se puede
                negar. ¿Verdad, muchacho?
                   --Si hay alguien ahí -graznó Mike-, una voz real detrás de la que oigo, por favor,
                ayúdeme. Me llamo Michael Hanlon y me encuentro en la Biblioteca Pública de
                Derry. Me estoy desangrando. Si hay alguien ahí, no puedo oír. No se me permite
                oír. Si hay alguien ahí, por favor, dése prisa.
                   Quedó tendido de lado, con las piernas recogidas en posición fetal. Dio dos
                vueltas al cinturón en torno de la mano derecha y se concentró en mantenerlo
                apretado, mientras el mundo derivaba en esas algodonosas nubes de gris.
                   --Hola, ¿cómo te va? -chilló Pennywise por el teléfono-. ¿Cómo te va, negro
                piojoso? ¡Hola!



                   4. Kansas Street, 12.20.

                   --¿Cómo te va? -dijo Henry Bowers-. ¿Cómo estás, putilla?
                   Beverly reaccionó instantáneamente girando en redondo para correr. Fue una
                reacción más rápida de lo que ellos esperaban. La chica habría podido sacarles
                una buena ventaja inicial... de no ser por su pelo. Henry dio un manotazo y atrapó
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