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exclamación ahogada y apoyó su cara en el cuello de él. Bill sintió las lágrimas
                contra la piel, cálidas y secretas.
                   --Vamos -dijo ella-. Pronto.
                   Bill la tomó de la mano y caminaron hasta el Town House. El vestíbulo era viejo,
                estaba festoneado de plantas y aún poseía cierto encanto descolorido. El
                decorado era al estilo de los leñadores del siglo pasado. A esa hora estaba sólo el
                recepcionista, a quien se veía apenas en el despacho, con los pies apoyados en el
                escritorio, viendo la televisión. Bill pulsó el botón del segundo piso con un dedo
                levemente tembloroso. ¿Entusiasmo, nerviosismo, culpabilidad, todo eso? Y
                también una especie de alegría y de miedo casi demenciales. Esos sentimientos
                no constituían una mezcla agradable, pero parecían necesarios. La condujo por el
                pasillo hacia su habitación decidiendo, de algún modo confuso, que si iba a ser
                infiel, cometería un acto de infidelidad completo consumándolo en su habitación, y
                no en la de ella. Se encontró pensando en Susan Browne, su primera agente
                literaria y también su primera amante, cuando él no tenía aún veinte años.
                   "Ahora engaño a mi mujer." Trató de meterse eso en la cabeza, pero parecía a
                un tiempo real e irreal. Lo más poderoso era una melancólica sensación de
                nostalgia, una impresión de desmoronamiento. A esa hora Audra ya estaría
                levantada, preparándose el café, en bata; sentada ante la mesa de la cocina,
                estaría estudiando sus guiones o leyendo una novela de Dick Francis.
                   Su llave sonó en la cerradura de la habitación 311. Si hubieran ido a la de
                Beverly en el cuarto piso, habrían visto parpadear, en el contestador, la luz que
                indicaba un mensaje a transmitir y el empleado le había dado, por fin, el mensaje
                de su amiga Kay para que llamara a Chicago (después de la tercera llamada
                frenética de Kay, por fin se había acordado de registrar el encargo). Y en ese
                caso, todo podría haber tomado otro rumbo. Tal vez los cinco no hubieran sido
                fugitivos de la policía al romper, finalmente, el alba. Pero fueron a la habitación de
                Bill... quizá porque así estaba dispuesto.
                   La puerta se abrió. Estaban dentro. Ella lo miró con los ojos encendidos, las
                mejillas arrebatadas, el pecho subiendo y bajando agitadamente. Bill la tomó en
                sus brazos, sobrecogido por la sensación de que todo era como debía ser; el
                círculo entre pasado y presente se completaba. Cerró la puerta de una patada
                torpe y ella rió con aliento cálido.
                   --Mi corazón.... -dijo, tomándole una mano para apoyársela en el pecho
                izquierdo.
                   Él sintió el palpitar bajo esa suavidad firme, casi enloquecedora; corría como una
                locomotora.
                   --Tu c-c-corazón...
                   --Mi corazón.
                   Estaban en la cama, aún vestidos, besándose. Ella deslizó una mano bajo la
                camisa y luego recorrió la hilera de botones, se detuvo en la cintura... y descendió
                más aún, acariciando su ardiente erección. Las ingles de Bill brincaron.
                Interrumpió el beso y se apartó.
                   --Bill, ¿qué ocurre?
                   --Tengo que deten-nerme un m-momento o me ensuciaré los p-p-pantalones
                como los ch-chicos.
                   Ella volvió a reír con suavidad y lo miró.
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