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permitido que Patrick Hockstetter lo acariciara, ese puente se había reducido a
una cuerda tensa. Esa mañana, la cuerda se había roto. Al salir al patio, sin más
ropa que los raídos calzoncillos amarillentos, había mirado el cielo. Allí estaba aún
el espectro de la luna. Ante sus ojos, la luna se había convertido súbitamente en
una cara esquelética y sonriente. Henry cayó de rodillas ante esa cara, exaltado
de terror y júbilo. De la luna surgían voces fantasmales. Las voces cambiaban; a
veces parecían fundirse en un suave parloteo, apenas comprensible... pero él
presintió la verdad: todas esas voces eran una sola voz, una inteligencia. Y la voz
le indicó que buscara a Belch y a Victor, que estuviese con ellos en la esquina de
Kansas y la avenida Costello, al mediodía. La voz le dijo que entonces sabría
cómo actuar.
Y ahí venía la pequeña zorra. Esperó oír la voz que debía decirle cómo actuar a
continuación. La respuesta llegó mientras los tres continuaban acortando
distancias, pero la voz ya no llegaba desde la luna: surgía de la alcantarilla junto a
la cual estaban pasando. Era baja, pero bien audible. Belch y Victor echaron un
vistazo hacia la reja, aturdidos, casi hipnotizados. Después volvieron a clavar los
ojos en Beverly.
"Mátala", decía la voz de la cloaca.
Henry Bowers metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacó una navaja de
unos veinte centímetros, con incrustaciones de falso marfil en los costados. Un
pequeño botón cromado centelleaba en un extremo de esa dudosa obra de arte.
Henry lo pulsó. De la ranura saltó una hoja de quince centímetros. El chico la hizo
bailar en su mano y apretó el paso. Victor y Belch, aún aturdidos, lo imitaron para
no quedarse atrás.
Beverly no oyó ruido alguno. No fue un ruido lo que le hizo girar la cabeza en él
momento en que Henry Bowers se le acercaba, con las rodillas flexionadas y una
sonrisa petrificada en la cara, silencioso como un indio. No. Fue una simple
sensación, demasiado clara, directa y poderosa como para negarla: la sensación
de que
3. Biblioteca Pública de Derry, 1.55.
alguien estaba observándole.
Mike Hanlon dejó el bolígrafo a un lado y paseó la mirada por aquel
ensombrecido cuenco invertido que era el salón principal de la biblioteca. Vio islas
de luz arrojadas por los globos colgantes; vio libros que se borraban en la
penumbra; vio escaleras de hierro que ascendían en graciosas espirales hacia las
estanterías. No había nada fuera de lugar.
Aun así estaba seguro de no encontrarse solo allí. Ya no.
Una vez los otros se hubieron marchado, Mike había limpiado todo con su
habitual pulcritud; funcionaba como un piloto automático; su mente estaba a un
millón de kilómetros y a veintisiete años de distancia. Vació los ceniceros, sacó las
botellas vacías (camuflándolas para que Carole no se escandalizara) y guardó las
latas retornables en una caja detrás de su escritorio. Luego fue en busca de la
escoba para barrer los restos de la botella que Eddie había roto.