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--No hacemos más que jugar, papá. Eso es todo. Jugamos... No... no hacemos
                nada como... nada malo. No...
                   --Te he visto fumar -repitió él, acercándose. Su mirada recorrió su pecho y sus
                caderas estrechas sin curvas. Súbitamente canturreó, con una voz de jovencito
                que la asustó aún más-: ¡La que masca chicle fumará! ¡La que fuma beberá! ¡Y
                cuando una chica bebe, todo el mundo sabe qué es capaz de hacer!
                   --¡"Yo no hice nada"! -aulló Beverly, en tanto las manos de su padre le sujetaban
                los hombros. Ya no la pellizcaba ni le hacía daño. Esas manos eran suaves y eso
                la asustó más que nada.
                   --Beverly -repitió él, con la lógica absurda e indiscutible de los obsesos-, te he
                visto con varones. ¿Vas a decirme qué hace una chica con los varones, en ese
                pastizal, sino revolcarse?
                   --¡Déjame en paz! -gritó ella. El enfado surgía de un pozo muy profundo cuya
                existencia ella no había sospechado. Era una llama azul y amarillenta en su
                cabeza. Amenazaba sus pensamientos. Todas las veces que él la había asustado,
                todas las veces que la había avergonzado, todas las veces que le había hecho
                daño-. ¡Hazme el favor de dejarme en paz!
                   --No hables así a tu padre -repuso él, sorprendido.
                   --¡No he hecho éso que dices! ¡Nunca lo he hecho!
                   --Puede que sí, puede que no. Quiero asegurarme. Y sé cómo. Quítate los
                pantalones.
                   --No.
                   Los ojos de Al se ensancharon mostrando la córnea amarillenta alrededor de los
                iris azules.
                   --¿Qué has dicho?
                   --Dije que no.
                   Tal vez Marsh vio en los ojos de la niña la furia llameante, la fuerte oleada de la
                rebelión.
                   --¿Quién te lo dijo? -preguntó ella.
                   --Bevvie...
                   -¿Quién te dijo que jugábamos allá? ¿Fue un desconocido? ¿Un hombre vestido
                de naranja y plata? ¿Usaba guantes? ¿Parecía un payaso aunque no lo fuera?
                ¿Cómo se llamaba?
                   --Bevvie, déjate de...
                   --No -le interrumpió ella-. A "ti" te conviene dejarlo.
                   Él volvió a levantar la mano, ahora cerrada en un puño, como si tuviera intención
                de romper algo. Beverly la esquivó, el puño pasó silbando junto a su cabeza y se
                estrelló contra la pared. Él la soltó, aullando, para llevarse el puño a la boca.
                Beverly retrocedió a pasitos cortos y rápidos.
                   --¡Ven aquí!
                   --No -dijo ella-. Quieres pegarme. Te quiero, papá, pero cuando te pones así te
                odio. "Eso" está obligándote, pero es porque tú se lo permites.
                   --No sé de qué estás hablando, pero será mejor que vengas. No lo voy a repetir.
                   --No -repitió ella, volviendo a llorar.
                   --No hagas que vaya a buscarte, Bevvie, o lo lamentarás. Ven aquí.
                   --Dime quién te fue con ese cuento. Entonces iré.
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