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los protegería, a ella y a todos; de que Bill, el Gran Bill, los sacaría de todo eso
                para devolverlos a la luz del día.
                   Oh, pero estaba tan aterrorizada...
                   Llegaron a un sitio donde se abrían varios túneles y Bill los miró a todos, uno por
                uno. Un niño que tenía el brazo enyesado (el yeso relumbraba en la oscuridad con
                una blancura fantasmagórica) alzó la voz:
                   --Por allí, Bill. Por la del fondo.
                   --¿S-s-seguro?
                   --Sí.
                   Y así habían seguido por ese túnel y habían encontrado una puerta, una
                diminuta puerta de madera de apenas metro y medio de altura, como de cuento de
                hadas. En esa puerta había una marca. No pudo recordar cómo era la marca.
                Pero aquello había provocado y concentrado todo su terror, obligándola a
                arrancarse de aquel otro cuerpo, de aquella niña, quienquiera
                   ("Beverly-Beverly")
                   que hubiese sido. Despertó sentada en una cama extraña, sudorosa, con los
                ojos desorbitados, jadeando como si acabase de correr una carrera. Sus manos
                volaron a las piernas, casi esperando encontrarlas mojadas y frías por el agua en
                que había estado caminando mentalmente. Pero estaba seca.
                   Luego vino la desorientación. Aquello no era su casa de Topanga Canyon ni la
                que habían alquilado en Fleet. Era la nada, el limbo amueblado con una cama, un
                tocador, dos sillas y un televisor.
                   --Oh, Dios, vamos, Audra...
                   Se frotó encarnizadamente la cara con las manos y aquella especie de vértigo
                mental cedió un poco. Estaba en Derry. Derry, Maine, el sitio en que había crecido
                su marido en una niñez que decía no recordar. No le era un sitio familiar ni
                particularmente agradable por la sensación que le causaba, pero al menos
                tampoco le resultaba extraño. Estaba allí porque allí estaba Bill y al día siguiente
                iría a verlo al hotel Town House. Y aquella cosa terrible que estaba mal allí,
                aquello a lo que se referían esas cicatrices nuevas en las manos de él, fuera lo
                que fuese, lo enfrentarían juntos. Ella le llamaría para decirle que estaba allí; luego
                se reuniría con él. Después... bueno...
                   No tenía idea de lo que podía venir después. El vértigo, la sensación de estar en
                un sitio que era, en realidad la nada, la amenazaba otra vez. A los diecinueve
                años había hecho una gira con una pequeña compañía teatral: cuarenta
                representaciones, no tan maravillosas, de "Arsénico y encaje antiguo", en otras
                tantas poblaciones pequeñas y no tan maravillosas, en cuarenta y siete días no
                tan espléndidos. Empezaron por el teatro-comedor Peabody, en Massachusetts,
                para terminar en Play It Again Sam, en Sausalito. Y en algún punto intermedio, en
                alguna ciudad del Medio Oeste, como Ames (Iowa) o Grand Isle (Nebraska) o
                quizá Jubilee (Dakota del Norte), había despertado así, en medio de la noche,
                asustada por la desorientación, sin saber en qué ciudad estaba, qué día era ni por
                qué estaba allí, dondequiera que fuese. Hasta su nombre le resultaba irreal.
                   Y esa sensación volvía ahora. Su mal sueño se prolongaba en la vigilia
                haciéndole experimentar un horror alucinante de caída libre. La ciudad parecía
                haberla envuelto como una pitón y la sensación que le provocaba no tenía nada
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