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cuarta vez... por quinta y sexta. Antes de que terminara el séptimo timbrazo, la
conexión se cortó.
--Esa habitación no contesta.
--Déjese de bromas -dijo Audra, más asustada que nunca-. ¿Está seguro de que
llamó a la habitación correspondiente?
--Por supuesto -aseguró el empleado-. El señor Denbrough recibió una llamada
desde otra habitación, hace apenas cinco minutos. Sé que la atendió, porque la
luz permaneció encendida en el tablero por un minuto o dos. Seguramente fue a la
habitación de la persona que llamó.
--Bueno, ¿qué habitación era ésa?
--No recuerdo. Creo que era del sexto piso, pero...
Colgó sintiendo una certeza desazonadora. Era una mujer. Una mujer lo había
llamado... y él estaba con ella. Bueno, Audra, ¿y ahora qué?
Sintió las lágrimas escocerle los ojos y nariz; en la garganta sentía el nudo de un
sollozo. No había enfado, al menos por el momento, pero sí una enfermiza
sensación de pérdida y abandono.
"Audra, domínate. Estás sacando conclusiones apresuradas. Estamos en medio
de la noche, has tenido una pesadilla y ahora supones que Bill está con otra
mujer. Pero no es necesariamente cierto. Lo que vas a hacer es sentarte. De
cualquier modo, ya no podrás dormir. Encenderás la luz y acabarás la novela que
compraste para leer en el viaje. ¿Recuerdas lo que decía Bill? No hay droga
mejor. Un Valium bibliográfico. Basta de miedos, basta de locuras y de oír voces.
Dorothy Sayers y lord Peter: eso es lo que te hace falta. Los nueve sastres. Eso te
ayudará a, esperar hasta el amanecer. Eso te..."
La luz del baño se encendió de pronto; Audra lo vio por debajo de la puerta. El
picaporte chascó y la puerta se abrió en un movimiento entrecortado. Audra
miraba fijamente, con los ojos dilatados y los brazos instintivamente cruzados
sobre el pecho. El corazón empezó a golpearle contra las costillas; un frío sabor a
adrenalina le subió a la boca.
La voz, lenta y arrastrada, dijo:
--Aquí abajo todos flotamos, Audra.
Esa última palabra se convirtió en un grito largo, grave, que iba
desvaneciéndose: Audraaaaa... y terminó, una vez más, en ese burbujeo ahogado
que tanto se parecía a una carcajada.
--¿Quién está ahí? -exclamó. "Eso no era mi imaginación, nada de eso..."
El televisor se encendió. Audra giró en redondo y vio a un payaso que vestía un
traje plateado con grandes botones de color naranja; estaba haciendo cabriolas en
la pantalla. En vez de ojos tenía sólo cuencas negras. Cuando estiró sus labios
maquillados en una sonrisa, ella le vio dientes que parecían navajas de afeitar. El
payaso sostenía una cabeza arrancada, chorreante, con los ojos en blanco y la
boca abierta. Ella reconoció la cabeza de Freddie Firestone. El monigote reía y
bailaba, haciendo girar la cabeza de Freddie. Unas gotas de sangre salpicaron el
interior de la pantalla. Audra las oyó sisear allí dentro.
Trató de gritar, pero de su boca no surgió sino un débil gemido. Buscó a tientas
el vestido que había dejado en el respaldo de la silla. Cogió la cartera. Huyó al
pasillo y cerró de un portazo, jadeando. Dejó caer el bolso entre los pies y se pasó
el vestido por la cabeza.