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--Flotamos -dijo una voz baja y burlona, detrás de ella.
                   Un dedo frío le acarició el talón desnudo.
                   Audra soltó otro grito afónico y se apartó de la puerta, como bailando. Unos
                blancos dedos de cadáver surgían por abajo, buscando, con las uñas arrancadas
                y las raíces (blancas, sin sangre) al descubierto. Hacían ruidos susurrantes contra
                la áspera alfombra del pasillo.
                   Audra recogió su bolso y corrió, descalza, hacia la puerta que cerraba el pasillo.
                El pánico la cegaba. Su única idea era encontrar el Town House, encontrar a Bill.
                No importaba que estuviese en la cama con diez mujeres; si quería, podía formar
                un harén. Pero ella lo encontraría para que la sacara del horror que había en esa
                ciudad.
                   Huyó por el sendero hacia el aparcamiento buscando su coche con la mirada.
                Por un momento su mente se inmovilizó; ni siquiera recordaba en qué había
                llegado. Luego se acordó: un Datsun de color tabaco. Lo vio hundido hasta los
                ejes en la niebla inmóvil y corrió hacia él.
                   No podía encontrar las llaves en el bolso. Revolvió con pánico creciente, entre
                pañuelos de papel, cosméticos, monedas, gafas de sol y chicles formando un
                enredo incomprensible. No reparó en el maltratado LTD estacionado junto a su
                coche, ni en él hombre sentado al volante. Tampoco se dio cuenta cuando se
                abrió la puerta del LTD y aquel hombre bajó. Súbitamente temió haber dejado las
                llaves en la habitación.
                   Por fin, sus dedos tocaron un metal serrado bajo una caja de caramelos de
                menta. Lo cogió con un gritito de triunfo. Por un momento terrible pensó que podía
                ser la llave del Rover, que en ese momento descansaba en el aparcamiento del
                ferrocarril inglés a cuatro mil quinientos kilómetros de distancia. Pero entonces
                palpó la etiqueta plástica de la agencia. Metió la llave en la cerradura respirando
                en breves jadeos y la hizo girar.
                   Fue entonces cuando una mano cayó sobre su hombro.
                   Gritó. Esa vez gritó con todas sus fuerzas. En algún lugar, un perro ladró como
                respuesta, pero eso fue todo. La mano, firme como el acero, la obligó a volverse.
                   La cara que tenía ante sí estaba hinchada, llena de chichones. Los ojos
                centelleaban. Cuando los labios magullados dibujaron una sonrisa grotesca, ella
                vio que ese hombre tenía varios dientes rotos. Los muñones parecían mellados y
                atroces.
                   Trató de hablar y no pudo. La mano apretó con más fuerza, clavándose.
                   --¿No la he visto en el cine? -susurró Tom Rogan.




                   3. La habitación de Eddie.

                   Beverly y Bill se vistieron apresuradamente sin hablar y subieron a la habitación
                de Eddie. Camino del ascensor oyeron que en alguna parte, a sus espaldas,
                sonaba un teléfono. Era un sonido apagado, como de otro lugar.
                   --Bill, ¿no era el tuyo?
                   --P-p-puede ser -dijo él-. Alg-gguno de los otros q-q-que llam-llamaba, tal vez.
                   Y pulsó el botón de "subir".
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