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de agradable. Se descubrió lamentando no haber seguido el consejo de Freddie.
Habría debido quedarse.
Su mente se fijó en Bill aferrándose a la idea de él tal como una mujer que se
estuviera ahogando se aferraría a un madero, a un salvavidas, a cualquier cosa
que
("aquí abajo todos flotamos, Audra")
flotara.
Sintió un escalofrío; cruzó los brazos sobre los pechos desnudos, estremecida, y
vio que tenía carne de gallina. Por un momento le pareció que una voz había
hablado dentro de su cabeza, como si allí hubiera una presencia extraña.
"¿Me estaré volviendo loca? Dios mío, ¿es eso?"
"No -respondió una parte de su mente . Es sólo desorientación... causada por el
viaje... y la preocupación por tu marido. Nadie habla dentro de tu cabeza. Nadie..."
--Aquí abajo todos flotamos, Audra -dijo una voz desde el baño. Era una voz
real, real como las casas. Y astuta. Astuta y maligna-. Tú también flotarás.
La voz emitió una risita, que bajó de tono hasta parecer un burbujeo en un
desagüe tapado.
Audra gritó... y se cubrió la boca con las manos.
--No he oído eso.
Lo dijo en voz alta. Desafiando a la voz. No pasó nada. La habitación estaba
silenciosa. En algún lugar, lejos, un tren silbó en la noche.
De pronto sintió tal necesidad de Bill que le pareció imposible esperar a que
amaneciera. Estaba en un cuarto de motel, exactamente igual a otros treinta y
nueve, pero aquello era demasiado. Todo. Cuando una empieza a oír voces, todo
es demasiado. Demasiado escalofriante. Le parecía estar deslizándose otra vez
hacia la pesadilla de la que acababa de escapar. Se sentía asustada y
terriblemente sola. "Peor aún -pensó-. Me siento muerta." De pronto, su corazón
se detuvo por dos segundos provocándole una tos sobresaltada. Tuvo una
sensación de claustrofobia dentro de su propio cuerpo y se preguntó si ese terror
no tenía, después de todo, una raíz estúpida y vulgarmente física; si estaría a
punto de sufrir un ataque al corazón, o si lo había tenido ya.
Su corazón se sosegó, pero intranquilo.
Audra encendió el velador y miró su reloj. Las tres y doce. Él estaría durmiendo,
pero eso no le importaba; ya no importaba sino oír su voz. Quería terminar la
noche con él. Si Bill estaba a su lado, su reloj físico se ajustaría al de él, y no
habría pesadillas. Él vendía pesadillas a los otros (ésa era su profesión), pero a
ella no le había dado otra cosa que paz. Por fuera de esa nuez extraña, fría,
incrustada en la imaginación de Bill, él parecía creado y planeado para la paz.
Tomó la guía amarilla y buscó el número del Town House.
--Hotel Town House.
--Por favor, con la habitación del señor Denbrough. El señor William Denbrough.
--Vaya. ¿Ese hombre nunca recibe llamadas de día? -dijo el empleado.
Antes de que ella pudiera preguntar qué quería decir con eso, había hecho la
conexión. El teléfono sonó una, dos, tres veces. Ella lo imaginó dormido,
completamente arrebujado bajo las mantas; imaginó una mano que salía,
buscando a tientas el teléfono. Se lo había visto hacer en otras ocasiones y una
sonrisita cariñosa afloró a sus labios. Desapareció cuando el teléfono sonó por