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--¿Q-q-qué? ¿Qué pasa?
                   --Cuando digo que estamos debajo de Up-Mile Hill, lo digo en serio. Hace rato
                que vamos bajando. Nadie hizo nunca una cloaca a esta profundidad. Cuando se
                hace un túnel tan profundo es para una mina.
                   --¿A qué profundidad crees que estamos, Eddie? -preguntó Richie.
                   --A cuatrocientos metros. Tal vez más.
                   --Dios nos ampare -dijo Beverly.
                   --De cualquier modo, éstas no son cloacas -observó Stan-. Uno se da cuenta por
                el olor. Es asqueroso pero no es olor a cloaca.
                   --Yo prefiero la cloaca -confesó Ben-. Esto huele a...
                   Un grito les llegó flotando desde la boca de la tubería que acababan de dejar y
                erizó la nuca de Bill. Los siete se amontonaron, abrazándose.
                   -...veréis hijos de puta, ya veréis...
                   --Henry -susurró Eddie-. Oh, Dios mío, todavía nos sigue...
                   --No me sorprende -comentó Richie-. Hay gente demasiado estúpida como para
                echarse atrás.
                   Oyeron un débil jadeo, rozar de zapatos, susurro de ropas.
                   --Ya veréis...
                   --Va-Va-Vamos -dijo Bill.
                   Iniciaron el descenso por la tubería caminando en parejas a excepción de Mike,
                que cerraba la fila: Bill y Eddie, Richie y Bev, Ben y Stan.
                   --¿A q-q-qué dist-distancia estará He-e-enry?
                   --No lo sé, Gran Bill -dijo Eddie-. Con tantos ecos... -Bajó la voz-. ¿Has visto ese
                montón de huesos?
                   --S-s-sí -dijo Bill, bajando también la voz.
                   --Tenía un cinturón para herramientas. Creo que era empleado del departamento
                de aguas.
                   --Tienes r-razón.
                   --¿Cuánto tiempo hará que...?
                   --N-n-no lo sé.
                   Eddie, en la oscuridad, cogió con su mano sana el brazo de Bill.
                   Habían pasado quince minutos cuando oyeron que algo venía hacia ellos, en la
                oscuridad.
                   Richie se detuvo, lívido de miedo. De pronto volvía a tener tres años. Al oír ese
                movimiento difuso, chapoteante, que se acercaba a ellos con un murmullo como
                de ramas susurrantes, supo qué era aun antes de que Bill encendiese la cerilla.
                   --¡El ojo! -gritó-. ¡Oh, Dios mío, es el ojo ambulante!
                   Por un momento, los otros no supieron con certeza qué veían. Beverly tuvo la
                impresión de que su padre la había encontrado, aun allí abajo, y Eddie vio la
                imagen fugaz de Patrick Hockstetter vuelto a la vida. Pero el grito de Richie, su
                certeza, congeló la forma para todos ellos. Vieron lo que Richie veía.
                   Un ojo gigantesco llenaba el túnel. La vidriosa pupila negra medía más de medio
                metro de diámetro. El iris tenía un tono rojizo, como cieno. La córnea era abultada,
                membranosa, entrecruzada de venas rojas que palpitaban sin cesar. Era un
                espanto gelatinoso, sin párpado ni pestañas, que se movía sobre un lecho de
                tentáculos. Esos seudópodos tanteaban la superficie rugosa del túnel y se hundían
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