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Bill vio un bote de papel.
                   Stan, un pájaro que alzaba vuelo hacia lo alto: un fénix, quizá.
                   Michael, una cara encapuchada, tal vez la del loco Butch Bowers.
                   Richie, dos ojos tras un par de gafas.
                   Beverly, un puño cerrado.
                   Eddie, la cara del leproso, todo ojos hundidos y boca arrugada. Todas las
                enfermedades estaban estampadas en sus rasgos.
                   Ben Hanscom, un montón de vendajes desgarrados; hasta creyó oler especies
                viejas.
                   Más tarde, al llegar a la misma puerta, con los gritos de Belch aún resonándole
                en los oídos, Henry Bowers vería en esa señal la luna llena... y negra.
                   --Tengo miedo, Bill -balbuceó Ben-. ¿Es necesario entrar?
                   Bill tocó los huesos con la punta del pie. De pronto los esparció -en un torrente
                polvoriento de una sola patada. Él también tenía miedo... pero había que pensar
                en George. "Eso" había arrancado el brazo a George. Entre esos huesos,
                ¿estarían los suyos, pequeños y frágiles? Sí, por supuesto.
                   Ellos estaban allí por los dueños de esos huesos, por George y todos los otros.
                Aquellos que habían sido llevados hasta allí y los que serían llevados, y los que
                habían sido abandonados en otro sitio para que se pudrieran.
                   --Es necesario -dijo.
                   --¿Y si está cerrada? -preguntó Beverly con un hilo de voz.
                   --N-n-no lo está -aseguró Bill, confiando en su intención-. Los lug-lugares como
                éste n-n-nunca est-están cecerrados.
                   Apoyó contra la puerta los dedos extendidos de la mano derecha y empujó. Se
                abrió a un torrente de luz verdeamarillenta, enfermiza. Aquel olor a zoológico les
                salió al encuentro, increíblemente fuerte, increíblemente poderoso.
                   Uno a uno fueron entrando por la puerta de cuento de hadas, el acceso a la
                guarida de "Eso". Bill



                   7. En los túneles, 4.59.

                   se detuvo tan bruscamente que los otros se entrechocaron, como vagones de
                carga cuando la locomotora se detiene de pronto.
                   --¿Qué pasa? -preguntó Ben.
                   --E-e-estaba aquí. El o-o-ojo. ¿Os ac-acordáis?
                   --Me acuerdo -dijo Richie-. Eddie lo detuvo con su inhalador, fingiendo que era
                ácido. Dijo algo relacionado con comida.
                   --N-n-no importa. Esta vez no v-vveremos na-nada que haya-hayamos vivisto
                antes -dijo Bill. Encendió una cerilla y miró a los otros. Sus caras parecían
                luminosas a la luz de la cerilla: luminosas y místicas. Y muy jóvenes-. ¿C-c-cómo
                estáis?
                   --Bien, Gran Bill -contestó Eddie. Pero estaba demacrado por el dolor-. ¿Y tú?
                   --Bi-bien. -Bill apagó la cerilla antes de que su cara lo desmentiera.
                   --¿Cómo fue? -le preguntó Beverly, tocándole el brazo en la oscuridad-. Bill,
                ¿cómo fue que tu mujer...?
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