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--A-A-Audra... -llamó.
Y de inmediato supo que no era ella.
Lo que se acercaba se aproximó un poco más.
Bill encendió una cerilla.
8. Derry, 5.00.
La primera, en aquel día de primavera avanzada, en 1985, ocurrió dos minutos
antes de que saliera el sol: Para comprender lo inusual de ese hecho habría sido
preciso conocer dos detalles que eran del dominio de Mike Hanlon (quien yacía,
inconsciente, en el hospital municipal de Derry, cerca del amanecer). Ambos se
referían a la iglesia bautista de la Gracia que se erguía en la esquina de Witcham
y Jackson desde 1897. En su parte superior, la iglesia terminaba en una fina
cúpula blanca, apoteosis de todas las cúpulas protestantes de Nueva Inglaterra.
Esa cúpula tenía, en todas sus caras, una esfera de reloj cuyo mecanismo había
sido construido y enviado desde Suiza en 1898. El único reloj parecido estaba en
la plaza municipal de Haven, a sesenta kilómetros de distancia.
Stephen Bowie, un potentado de la madera que vivía en Broadway Oeste, había
donado ese reloj a la ciudad, que había costado unos diecisiete mil dólares. Bowie
podía permitirse ese gasto. Desde hacía cuarenta años era feligrés devoto,
además de diácono, y, durante varios años, también presidente de la Liga de la
Decencia Blanca. Por añadidura, era célebre por sus devotos sermones con
ocasión del día de la Madre.
Desde su instalación hasta el 31 de mayo de 1985, ese reloj había sonado
fielmente para marcar cada hora y cada media hora con una notable excepción. El
día del estallido en la fundición Kitchener el reloj no había dado las doce del
mediodía. La gente creía que el reverendo Jollyn había acallado el reloj para
demostrar que la iglesia estaba de duelo por la muerte de los niños y Jollyn nunca
desmintió esa idea, aunque no era cierta. Simplemente, el reloj no había sonado.
Tampoco sonó a las cinco de la mañana del 31 de mayo de 1985.
En ese momento, en Derry los ancianos que habían pasado allí toda la vida
abrieron los ojos y se incorporaron, perturbados por alguna razón que no podían
determinar. Tragaron medicamentos, se pusieron las dentaduras postizas,
encendieron pipas y cigarrillos.
Los ancianos ya no pudieron conciliar el sueño.
Uno de ellos era Norbert Keene que ya había pasado los noventa años. Se
acercó trabajosamente a la ventana y contempló el cielo, que estaba
oscureciendo. La noche anterior, el pronóstico meteorológico había anunciado
cielo despejado, pero los huesos le decían que iba a llover y mucho. Sentía un
miedo muy profundo. De algún modo se sentía amenazado, como si un veneno
avanzara inexorablemente hacia su corazón. Pensó, sin saber por qué, en el día
en que la banda de Bradley había entrado desprevenidamente en Derry. Ese tipo
de obra hace que uno se sienta abrigado y perezoso por dentro, como si todo
estuviera... confirmado. No podía expresarlo mejor ni siquiera para sí mismo.
Después de una obra así, uno sentía que tal vez viviría para siempre y Norbert