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Keene estaba muy cerca de eso. Iba a cumplir noventa y seis años el 24 de junio y
                todavía caminaba cinco kilómetros todos los días. Pero ahora se sentía asustado.
                   --Esos chicos -dijo, mirando por la ventana, sin darse cuenta de que hablaba en
                voz alta-. ¿Qué pasa con esos malditos. chicos? ¿Con qué se han puesto a jugar
                ahora?
                   Egbert Thoroughgood, de noventa y nueve, el que había estado en el Dólar
                Soñoliento mientras Claude Heroux afinaba su hacha para tocar la marcha fúnebre
                para cuatro hombres, despertó en el mismo instante, se levantó y dejó escapar un
                grito oxidado que nadie oyó. Había soñado con Claude, pero Claude iba en busca
                de él. Un momento después de bajar el hacha, Thoroughgood había visto su
                propia mano cortada enroscándose sobre el mostrador.
                   "Algo va mal -pensó, a su manera confusa, asustada y temblando en su pijama
                manchado de orina-. Algo va horriblemente mal."
                   Dave Gardener, el que descubrió el cuerpo mutilado de George Denbrough en
                octubre de 1957, y cuyo hijo descubrió a comienzos de la primavera la primera
                víctima de este nuevo ciclo, abrió los ojos a las cinco en punto y pensó, aun antes
                de mirar el reloj del armario: "El reloj de la Gracia no ha marcado la hora. ¿Qué
                pasa?" Sentía un miedo indefinido. Con los años, Dave había prosperado. En
                1965 había comprado el Shoeboat, que ya tenía sucursales en la gran galería de
                Derry y en Bangor. De pronto, todas esas cosas, las cosas a las que había
                dedicado la vida, parecían estar en peligro. "¿De qué? -gritó para sí mismo,
                mirando a su mujer dormida-. ¿De qué? ¿Cómo puedes estar tan inquieto sólo
                porque ese reloj no ha dado la hora?" Pero no hubo respuesta.
                   Se levantó y fue a la ventana sosteniéndose el pantalón del pijama. El cielo
                estaba intranquilo, lleno de nubes que llegaban por el oeste y la inquietud de Dave
                fue en aumento. Por primera vez en muchísimo tiempo, se descubrió pensando en
                los alaridos que lo habían hecho salir al porche, veintisiete años antes, para ver
                aquella figura que se retorcía bajo el impermeable amarillo. Miró las nubes que se
                acercaban y pensó: "Todos estamos en peligro. Todos nosotros. Derry."
                   El comisario Andrew Rademacher, que estaba convencido de haber hecho todo
                lo posible por resolver la nueva serie de asesinatos de niños que asolaba a Derry,
                estaba de pie en el porche de su casa con los pulgares metidos en el cinturón,
                contemplando las nubes con la misma intranquilidad. "Algo se está preparando.
                Parece que va a llover a cántaros, para empezar. Pero eso no es todo." Se
                estremeció... y mientras estaba en el porche, oliendo el beicon que su mujer
                preparaba en la cocina, las primeras gotas, del tamaño de monedas, oscurecieron
                la acera frente a su agradable casita de Reynolds Street. En algún lugar del
                horizonte, desde el parque Bassey, resonó un trueno.
                   Rademacher volvió a estremecerse.



                   9. George, 5.01.

                   Bill levantó la cerilla... y soltó un largo alarido.
                   Era George quien zigzagueaba por el túnel, hacia él. George, aún vestido con su
                impermeable amarillo salpicado de sangre, con una manga vacía e inútil. Su cara
                estaba blanca; sus ojos eran plateados. Se fijaron en los de Bill.
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