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Richie dejó caer la cerilla y tomó una mano de Bill. Beverly tomó la otra. Buscó a
tientas con la mano libre y Eddie se la sujetó débilmente con los dedos del brazo
entablillado. Ben completó el círculo.
--¡Envíale nuestro poder! -exclamó Bill con aquella voz extraña y grave-. ¡Envíale
nuestro poder, quienquiera que seas, envíale nuestro poder! ¡Ahora! ¡Ahora
mismo!
Beverly sintió que algo brotaba de ellos en dirección a Mike. Su cabeza se
balanceó sobre los hombros en una especie de éxtasis y el áspero silbido de
Eddie, al respirar, se confundió con el rumor del agua en las cloacas.
12.
--Ahora -musitó Mark Lamonica.
Suspiró. Fue el suspiro de quien siente aproximarse el orgasmo.
Mike apretó el timbre una y otra vez. Lo oía sonar en la sala de enfermeras, al
otro lado del pasillo, pero no vino nadie. Con una infernal visión interior,
comprendió que las enfermeras estaban sentadas allí, leyendo el periódico,
tomando café, oyendo sus timbrazos sin oírlos. Sólo responderían más tarde,
cuando todo hubiera terminado, porque así funcionaban las cosas en Derry. En
aquella ciudad era mejor no ver ni oír ciertas cosas... hasta que terminaran.
Mike soltó el timbre.
Mark se inclinó hacia él, con la punta de la hipodérmica centelleante. La medalla
de San Cristóbal se balanceaba hipnóticamente, mientras apartaba la sábana.
--Aquí, justo aquí -susurró-. En el esternón.
Y suspiró otra vez.
Mike sintió súbitamente que una energía primitiva le recorría el cuerpo como
electricidad. Se puso rígido y estiró los dedos convulsivamente. Sus ojos se
ensancharon. Dejó escapar un gruñido y esa sensación de horrible parálisis
desapareció como por ensalmo.
Su mano derecha salió disparada hacia la mesita de noche, donde había una
jarra de plástico y un grueso vaso de vidrio. Su mano se ciñó al vaso. Lamonica
percibió el cambio; esa luz soñadora, complacida, desapareció de sus ojos
reemplazada por una recelosa confusión. Intentó retroceder pero en ese instante
Mike levantó el vaso y se lo hundió en la cara.
Lamonica, con un grito, retrocedió a tropezones dejando caer la jeringuilla. Sus
manos se cogieron a la cara lastimada. La sangre le corrió por las muñecas
manchando la chaquetilla blanca.
La energía desapareció tan súbitamente como había llegado. Mike miró
inexpresivamente los fragmentos de vidrio roto que había sobre la cama, la bata
de hospital, su propia mano sangrante. Oyó el ruido rápido y liviano de suelas de
goma en el pasillo.
Irrumpieron en su habitación las mismas enfermeras que tan tranquilamente
hablan permanecido en su sala mientras el timbre sonaba frenéticamente. Mike
cerró los ojos y rezó para que todo terminara. Rezó para que sus amigos
estuvieran en algún lugar, debajo de la ciudad, para que estuvieran bien, y
pusieran fin a todo.