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--N-no -afirmó Bill-. Los lug-lugares como éste n-n-nunca est-están cece-
                cerrados.
                   Apoyó los dedos de la mano derecha, extendidos contra la puerta (tuvo que
                agacharse para eso) y empujó. La puerta giró hacia un torrente de luz
                amarilloverdosa, enfermiza. Los recibió aquel olor a zoológico, el olor del pasado
                hecho presente, horriblemente vivo, obscenamente vital.
                   "Gira, rueda", pensó Bill porque sí. Y miró en derredor. Luego se dejó caer sobre
                manos y rodillas. Beverly lo siguió. Después, Richie. Detrás, Eddie. Ben fue el
                último; le ardía la piel con el contacto de la vieja suciedad que cubría el suelo.
                Pasó por el portal y, al incorporarse, el último recuerdo cayó en su sitio con la
                fuerza de un ariete psíquico.
                   Lanzó un grito y retrocedió, tambaleándose, llevándose una mano a la frente. Su
                primer pensamiento fue: "No me sorprende que Stan se suicidara. ¡Oh, Dios, por
                qué no me suicidé yo también!" Vio la misma expresión de aturdido espanto y la
                nueva aprensión en los rostros de los otros, en tanto las últimas llaves iban
                girando en sus correspondientes cerraduras.
                   Un momento después, Beverly, chillando, se aferraba a Bill: bajando a toda
                velocidad por su telaraña venía "Eso":una araña de pesadilla surgida de más allá
                del tiempo y el espacio, una araña que no hubiera podido imaginar el habitante
                más febril del infierno.
                   "No -pensó Bill fríamente-, tampoco es una araña pero esta forma no es algo
                que "Eso" haya tomado de nuestra mente; es lo más que nuestra imaginación
                puede aproximarse a
                   ("los fuegos fatuos")
                   lo que "Eso" es."
                   Medía unos cuatro metros y medio de alto y era negra como una noche sin luna.
                Cada una de sus patas era gruesa como el muslo de un levantador de pesas. Sus
                ojos eran rubíes malévolos y brillantes que abultaban las cuencas, llenas de un
                fluido chorreante color cromo. Sus mandíbulas serradas se abrían y se cerraban,
                una y otra vez, dejando caer cintas de espuma. Ben, petrificado en un éxtasis de
                horror, vacilando en el límite de la locura total, observó, con la calma que existe en
                el ojo de la tormenta, que esa espuma estaba viva al caer en el suelo maloliente y
                que se filtraba por las rendijas retorciéndose como un protozoario.
                   "Pero "Eso" es otra cosa, una forma final que casi puedo ver, como se puede ver
                la forma de un hombre moviéndose tras la pantalla cinematográfica. Pero no
                quiero verla, por favor, no quiero ver a "Eso"..."
                   Ben intuyó que "Eso" estaba aprisionado en esa forma definitiva, la forma de la
                araña, por esa visión colectiva, no buscada, sin paternidad. Era contra este "Eso"
                que deberían vivir o morir.
                   La criatura gemía y chillaba. Ben tuvo la seguridad de que estaba oyendo dos
                veces esos ruidos: en la cabeza y, una fracción de segundo después, en los oídos.
                "Telepatía -pensó-. Le estoy leyendo la mente." Su sombra era un huevo
                achaparrado que se deslizaba sobre la antigua pared de esa madriguera. El
                cuerpo estaba cubierto de pelo áspero y Ben vio que poseía un aguijón capaz de
                ensartar a un hombre. De la punta surgía un fluido transparente que también
                estaba vivo; como la saliva, el veneno se retorcía hasta escurrirse por las, rendijas
                del suelo. El aguijón, sí... pero debajo de él, la barriga de "Eso" se abultaba
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