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anciano cliente, llamado Raymon Fogarty, murió al caerle encima una nevera; se
                trataba del mismo Fogarty que, como ministro de la primera iglesia metodista de
                Derry, había presidido el sepelio de George Denbrough en octubre de 1957. El
                arce derribó también tantos cables del tendido que dejó sin corriente a los bloques
                de Old Cape y a los Sherburn Woods, algo más elegantes. El reloj de la iglesia de
                la Gracia no había dado las seis ni las siete. A las 7.20, tres minutos después de la
                caída del arce en Old Cape, aproximadamente una hora y cuarto después de que
                se produjera el desbordamiento de todos los inodoros y sumideros de la zona, el
                reloj de la torre sonó trece veces. Un minuto después, un rayo cayó sobre la
                cúpula. Heather Libby, la esposa del ministro, estaba mirando por la ventana, de la
                cocina en ese momento; según su declaración, la cúpula "estalló como si la
                hubieran cargado con dinamita". Sobre la calle llovieron tablas pintadas de blanco,
                trozos de viga y piezas de relojería suiza. Los astillados restos de la cúpula
                ardieron por un instante y se apagaron bajo la lluvia, ya convertida en un diluvio
                tropical. Las calles que descendían por la colina hacia la zona comercial del centro
                burbujeaban bajo la lluvia. El curso del canal, bajo Main Street, se había
                convertido en un trueno constante que provocaba miradas intranquilas entre la
                gente. A las 7.25, mientras el estruendo de la cúpula de la Gracia aún reverberaba
                sobre Derry, el portero que iba al bar de Wally todas las mañanas en días hábiles,
                para limpiar el local, vio algo que le hizo salir aullando a la calle. Este hombre
                alcohólico desde once años atrás cobraba una miseria por sus servicios; su
                verdadero sueldo consistía en la autorización de beberse el resto de los barriles de
                cerveza guardados bajo el mostrador. Era Vincent Caruso Taliendo, más conocido
                entre sus ex compañeros del quinto curso por el seudónimo de "Boogers".
                Mientras limpiaba, en esa apocalíptica mañana de Derry, acercándose cada vez
                más al mostrador, vio que los siete barriles de cerveza se inclinaban hacia
                adelante como empujados por siete manos invisibles. La cerveza corrió en ríos de
                espuma blanca y dorada. Vincent dio un paso sin pensar en fantasmas ni en
                espectros, sino en la pérdida del de esa mañana. De pronto se detuvo con los ojos
                desorbitados. Un grito de horror se elevó en la apestosa caverna, que era el bar
                de Wally; la cerveza había dado paso a torrentes de sangre que se arremolinaban
                en los sumideros. La vio brotar a borbotones y correr por la barra en pequeños
                arroyos. De pronto, de las espitas comenzaron a brotar pelos y trozos de carne.
                "Boogers" Taliendo observaba todo eso demudado, sin fuerzas siquiera para
                volver a gritar. A continuación se oyó una explosión seca: uno de los barriles había
                estallado. Las puertas del armario instalado bajo la barra se abrieron de par en par
                y de ellas brotó un humo verdoso, como la estela de un truco de magia. "Boogers"
                había visto más que suficiente. Huyó gritando a todo pulmón hacia la callé. Cayó
                sentado, se levantó y lanzó una mirada de terror sobre el hombro. Una de las
                ventanas del bar estalló con el ruido de una galería de tiro al blanco. Alrededor de
                su cabeza zumbaron fragmentos de vidrio. Un momento después estalló la otra
                ventana. Él quedó milagrosamente ileso... pero decidió que había llegado el
                momento de hacer una visita a su hermana, la que vivía en Eastport. Se puso en
                marcha de inmediato y su viaje constituyó una saga en sí mismo, pero baste decir
                que, a su debido tiempo, logró salir de la ciudad. Hubo otros que tuvieron menos
                suerte. Aloysius Nell, de setenta y siete años, estaba sentado con su esposa en la
                sala de su casa, en Strapham Street, contemplando la tormenta que azotaba
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