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Derry. A las 7.32 sufrió un ataque fatal. Su esposa dijo a su hermano, una semana
                después, que Aloysius había dejado caer la taza de café en la alfombra,
                súbitamente erguido y con los ojos dilatados, gritando: "¡Tranquila, chiquilla! ¿Qué
                diablos estás haciendo, eh? ¡Te quedas quietecita si no quieres que te baje las
                bra...!" Luego cayó fulminado al suelo. Maureen Nell, que conocía sus problemas
                de corazón desde hacía tres años, comprendió inmediatamente que aquello era el
                fin y, después de aflojarle el cuello de la camisa, corrió al teléfono para llamar al
                padre McDowell. Pero el teléfono no funcionaba. No emitía más que un ruido
                extraño, como el de los coches de la policía. Por lo tanto, aun sabiendo que eso
                era una blasfemia por la que debería responder ante san Pedro, había intentado
                administrarle los últimos sacramentos. Según dijo su hermano, confiaba en que
                Dios lo comprendería, aunque san Pedro no lo hiciera. Aloysius había sido un
                buen esposo y un buen hombre; si bebía demasiado era a causa de su sangre
                irlandesa. A las 7.49 una serie de explosiones sacudió la galería Derry, levantada
                en los terrenos de la difunta fundición kitchener. No hubo víctimas mortales; la
                galería no abría hasta las diez; los cinco hombres encargados de la limpieza no
                debían llegar hasta las ocho y, dado lo horrible de la mañana, muy pocos habrían
                ido a trabajar. Más adelante, un equipo de investigadores descartó que pudiera
                tratarse de un sabotaje. Sugirieron que las explosiones podían haber sido
                provocadas por el agua que se había filtrado hasta el sistema eléctrico de la
                galería. Fuera cual fuese el motivo, nadie haría compras en la galería Derry por
                mucho tiempo. Un estallido barrió totalmente el local de la joyería Zale. Anillos de
                diamantes, brazaletes de identificación, sartas de perlas, bandejas de alianzas y
                relojes digitales volaron por doquier en un verdadera lluvia de baratijas brillantes.
                Una caja musical voló al otro lado del corredor y cayó en la fuente, donde tocó una
                burbujeante versión del tema de "Love Story" antes de cerrarse. La misma
                explosión abrió un agujero en el local de Baskin-Robbins, convirtiendo los 31
                sabores en sopa de helado que corrió por el suelo en arroyos turbios. El estallido
                que atravesó a Sears levantó un trozo de techo; el viento cada vez más fuerte se
                lo llevó como a una cometa. Descendió a mil metros de distancia atravesando
                limpiamente el silo de un granjero llamado Brent Kilgallon. El hijo de este hombre,
                de dieciséis años de edad, corrió al exterior con la Kodak de su madre y tomó una
                foto que fue comprada por el "National Enquirer" en sesenta dólares, que el chico
                utilizó para comprar dos neumáticos nuevos para su motocicleta. Una tercera
                explosión hizo pedazos la tienda Hit or Miss, haciendo volar faldas, vaqueros y
                ropa interior en llamas hasta el inundado aparcamiento. Por fin, otro estallido abrió
                la pequeña sucursal del banco farmers como si hubiera sido una caja de galletitas.
                También en ese caso voló un trozo del techo. Los sistemas de alarma se
                dispararon con un aullido que no pudo ser callado hasta que se produjo un
                cortocircuito en los cables del sistema independiente, cuatro horas después.
                Pólizas de préstamo, documentos bancarios, certificados de depósito, cheques y
                formularios volaron por los aires barridos por el viento. Y también dinero: en su
                mayoría, billetes de diez y de veinte, con una generosa suma de billetes de cinco,
                de cincuenta y de cien. Volaron más de setenta y cinco mil dólares según los
                empleados del banco. Más tarde, tras una violenta sacudida a la estructura de
                ejecutivos bancarios, algunos admitirían, estrictamente en privado, que habían
                sido, más bien, doscientos mil.
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