Page 258 - La sangre manda
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—No te vayas. Por favor, quédate un día más. Si no puedes estar hasta

               Navidad,  al  menos  quédate  todo  el  fin  de  semana.  No  soporto  estar  sola.
               Todavía no. Quizá después de Navidad, pero todavía no.
                    Su madre se aferraba a ella como una mujer a punto de ahogarse, y Holly
               ha tenido que reprimir el aterrorizado impulso no solo de apartarla, sino de

               quitársela de encima por la fuerza. Ha sobrellevado el abrazo en la medida de
               lo posible y luego, revolviéndose, se ha zafado de ella.
                    —Tengo que irme, mamá. Me esperan.
                    —¿Tienes una cita? ¿Es eso? —Charlotte ha sonreído. No era una sonrisa

               agradable. Mostraba demasiado los dientes. Holly pensaba que su madre ya
               no podía sorprenderla, pero por lo visto se equivocaba—. ¿En serio? ¿Tú?
                    Recuerda que esta podría ser la última vez que la ves, ha pensado Holly.
               Si es así, no debes despedirte con palabras de ira. Si sobrevives a esto, ya

               volverás a enfadarte con ella.
                    —Es otra cosa —respondió—. Pero tomemos un té. Tengo tiempo para
               eso.
                    Así  que  han  tomado  un  té  y  las  galletas  rellenas  de  dátiles  que  Holly

               siempre ha detestado (sabían a oscuro, por así decirlo), y eran casi las once
               cuando por fin ha podido escapar de casa de su madre, donde todavía flotaba
               en el ambiente el aroma a citronela de las velas. En los escalones de entrada,
               ha dado un beso a Charlotte en la mejilla.

                    —Te quiero, mamá.
                    —Yo también te quiero.
                    Holly había llegado a la puerta del coche de alquiler, y de hecho ya estaba
               tocando el tirador, cuando Charlotte la ha llamado. Holly se ha vuelto, casi

               esperando  que  su  madre  bajara  a  saltos  por  los  escalones,  con  los  brazos
               extendidos y los dedos curvos como garras, gritando: «¡Quédate! ¡Tienes que
               quedarte! ¡Te lo ordeno!».
                    Pero Charlotte seguía en lo alto de la escalera con los brazos en torno a la

               cintura. Tiritando. Se la veía vieja y desdichada.
                    —Me  he  equivocado  con  el  albornoz  —ha  dicho—.  Sí  es  de  mi  talla.
               Debo de haber leído mal la etiqueta.
                    Holly ha sonreído.

                    —Mejor, mamá. Me alegro.
                    Ha dado marcha atrás por el camino de acceso, ha lanzado un vistazo al
               tráfico y ha girado en dirección a la autopista. Once y diez. Tiempo de sobra.
                    Eso pensaba entonces.







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