Page 287 - La sangre manda
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rincón del sótano sucio y revuelto, y mete dentro la ropa de Ondowsky, junto

               con el gorro de piel. Lo último es el calzoncillo. Holly lo coge con los dedos
               en  pinza  y  contrae  las  comisuras  de  los  labios  en  una  mueca  de  repulsión.
               Deja  caer  el  calzoncillo  en  el  saco  con  un  estremecimiento  y  una  leve
               exclamación («¡Uf!») y luego, con las palmas de las manos, cierra las puertas

               del ascensor. Vuelve a trabarlas con la llave de emergencia y cuelga de nuevo
               la llave en el gancho.
                    Se sienta y espera. Convencida ya de que Jerome, Barbara y los agentes
               enviados por el 911 deben de haberse marchado, se carga el bolso al hombro

               y sube la bolsa que contiene la ropa de Ondowsky. Sale por la puerta lateral.
               Piensa en echar la ropa al contenedor, pero estaría demasiado cerca para su
               tranquilidad. Opta por llevarse la bolsa, lo cual no representa ningún peligro.
               Ya en la calle, es solo una persona más con un bulto.

                    Nada más arrancar el coche, recibe una llamada de Jerome, que le cuenta
               que Barbara y él han sido víctimas de un atraco cuando se disponían a entrar
               en  el  edificio  Frederick  por  la  puerta  lateral.  Están  en  el  Kiner  Memorial,
               dice.

                    —Dios  mío,  qué  horror  —exclama  Holly—.  Tendrías  que  haberme
               llamado antes.
                    —No  queríamos  que  te  preocuparas  —responde  Jerome—.  En  general,
               estamos bien, y ese hombre no se ha llevado nada.

                    —Estaré ahí en cuanto pueda.
                    Holly tira el saco de arpillera con la ropa de Ondowsky a un contenedor
               de camino al hospital John M. Kiner Memorial. Está empezando a nevar.
                    Enciende la radio, suena Burl Ives bramando «Holly Jolly Christmas» tan

               fuerte como le permite su puñetera voz, y la apaga. Detesta ese villancico por
               encima de todos los demás. Por razones obvias.
                    No puedes tenerlo todo, piensa; toda vida ha de verse salpicada por alguna
               que otra caca. Pero a veces sí consigues lo que necesitas. Que es en realidad

               lo máximo que puede pedir una persona cuerda.
                    Y ella lo es.
                    Cuerda.


















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