Page 297 - La sangre manda
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               Por  lo  común,  Drew  Larson  concebía  las  ideas  para  sus  cuentos  —en  las
               ocasiones cada vez más infrecuentes en que siquiera las concebía— poco a
               poco, como hilillos de agua extraídos de un pozo casi seco. Y siempre existía

               una concatenación rastreable de asociaciones cuyo origen era algo que había
               visto u oído: un detonante en el mundo real.
                    En el caso de su relato más reciente, la génesis se había originado al ver a
               un hombre que cambiaba un neumático en la vía de acceso de Falmouth a la I-

               295,  agachado  con  visible  esfuerzo  mientras  los  otros  conductores  lo
               esquivaban y tocaban la bocina. Eso había dado lugar a «Pinchazo», escrito
               afanosamente a lo largo de más de tres meses y publicado (tras ser rechazado
               en media docena de revistas más importantes) en Prairie Schooner.

                    «Rayado», su único relato aparecido en The New Yorker, lo había escrito
               cuando estudiaba en la Universidad de Boston. Para este, la semilla se sembró
               una  noche  mientras  escuchaba  la  emisora  de  radio  universitaria  en  su
               apartamento. El DJ, un estudiante, había puesto «Whole Lotta Love», de Led

               Zeppelin,  y  el  disco  estaba  rayado.  El  mismo  fragmento  de  la  canción  se
               repitió  durante  casi  cuarenta  y  cinco  segundos,  hasta  que  el  chaval,  sin
               aliento, quitó el disco y soltó: «Perdonad, tíos, estaba cagando».
                    Había escrito «Rayado» hacía veinte años. Había publicado «Pinchazo»

               hacía tres. En medio se sucedían otros cuatro relatos. Todos rondaban las tres
               mil  palabras.  Todos  le  habían  exigido  meses  de  trabajo  y  revisión.  Nunca
               había  llegado  a  escribir  una  novela.  Lo  había  intentado,  pero  nada.  Ya

               prácticamente había renunciado a esa ambición. Sus dos primeros empeños en
               narrativa de formato largo le habían ocasionado problemas. El último intento
               le había causado graves problemas. Había quemado el manuscrito, y a punto
               estuvo de quemar también la casa.
                    Ahora,  de  pronto,  esta  idea  se  le  presentaba  de  forma  íntegra.  Se  le

               presentaba  como  una  locomotora,  largo  tiempo  esperada,  que  tiraba  de  un
               convoy de numerosos y magníficos vagones.
                    Lucy le había pedido que se acercara en coche a Speck’s Deli a comprar

               bocadillos para el almuerzo. Era un hermoso día de septiembre, y él contestó
               que prefería ir a pie. Ella asintió con gesto de aprobación y dijo que su cintura
               se lo agradecería. Después él se preguntó si su vida habría sido muy distinta
               en  caso  de  que  hubiera  cogido  el  Suburban  o  el  Volvo.  Tal  vez  nunca  le





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