Page 298 - La sangre manda
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habría llegado esa idea. Tal vez nunca habría ido a la cabaña de su padre. Casi
con toda seguridad nunca habría visto a la rata.
A medio camino de Speck’s, mientras esperaba en el semáforo de la
esquina de Main con Spring, llegó la locomotora. La locomotora era una
imagen, tan nítida como la realidad. Drew se quedó embelesado observándola
a través del cielo. Un estudiante le dio un codazo. «Oiga, ya está en verde».
Drew no le prestó atención. El estudiante lo miró con extrañeza y cruzó la
calle. Drew siguió plantado en el bordillo cuando el verde dio paso al rojo y
este volvió a dar paso al verde.
Aunque eludía las novelas del oeste (a excepción de Incidente en Ox-Bow
y la brillante El hombre malo de Bodie, de Doctorow) y apenas había visto
películas de vaqueros desde la adolescencia, lo que vio cuando se hallaba en
la esquina de Main con Spring fue un salón del oeste. Pendía del techo una
lámpara de araña en forma de rueda de carreta con quinqués de queroseno en
los radios. Drew incluso olía el petróleo. El suelo era de tablones. En el
espacio al fondo del salón se distribuían tres o cuatro mesas de juego. Había
un piano. El hombre que lo tocaba llevaba bombín. Solo que en ese momento
no tocaba. Se había vuelto para mirar lo que ocurría en la barra. De pie junto
al pianista, también atento a la barra, un individuo de buena planta sostenía un
acordeón contra el estrecho torso. Y junto a la barra, un joven con uno de esos
trajes caros propios del oeste mantenía un arma contra la sien de una chica
con un vestido rojo tan escotado que solo un volante de encaje le ocultaba los
pezones. A estos dos personajes Drew los veía dos veces, una en el sitio
donde se encontraban y otra reflejados en el espejo de detrás.
Eso era la locomotora. La seguía el tren completo. Vio a los ocupantes de
todos los vagones: el sheriff renqueante (herido en la batalla de Antietam, con
la bala todavía en la pierna); el padre arrogante dispuesto a sitiar el pueblo
entero para evitar que su hijo fuera trasladado a la capital del condado, donde
lo juzgarían y ahorcarían; los sicarios del padre, apostados en las azoteas con
sus rifles. Estaba todo allí.
Cuando llegó a casa, Lucy, nada más verlo, dijo:
—O has pillado algo, o has tenido una idea.
—Es una idea —contestó Drew—. Una buena idea. Quizá la mejor de mi
vida.
—¿Un relato?
Él supuso que era eso lo que Lucy esperaba. Lo que no esperaba era otra
visita de los bomberos mientras ella y los niños permanecían en el jardín en
pijama.
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