Page 120 - Extraña simiente
P. 120

—El que tiraran nuestras cosas sobre la carretera. Nos estaban desafiando.

                    Un  nuevo  bache  lanzó  a  Rachel  contra  su  marido  y  después,  con
               violencia, hacia la derecha. Su cabeza golpeó contra el cristal.
                    —¿Estás bien? —le preguntó Paul mirándola.
                    Rachel se frotó la oreja e intentó sonreír.

                    —Sí. ¿Va a ser así hasta que lleguemos a la ciudad?
                    Paul la miró intrigado; ella había hecho este camino antes, era imposible
               que no se acordase.
                    —Pues,  durante  un  kilómetro  y  medio,  sí,  hasta  que  lleguemos  a  la

               carretera cincuenta y dos.
                    —Ah, sí, ahora me acuerdo.
                    —Además la carretera se ensancha unos trescientos metros más adelante.
                    —Ah, bueno.

                    —Lo conseguiremos, Rae.
                    —No lo dudo… ¿Paul? —tras una pausa—: ¿De qué huimos?
                    Rachel  lo  miró  de  reojo,  vio  que  se  le  tensaron  las  manos  cogidas  al
               volante y que su cara se contrajo ligeramente en una leve mueca. No contesto

               a Rachel.
                    —¿Paul?
                    Rachel pensó volver a preguntarle: ¿De qué huimos?, por si no le había
               oído.

                    —¿Por qué huimos? —dijo en cambio, y se quedó esperando la respuesta.
                    —¿Paul?
                    —No estamos huyendo de nada —le contestó con tono neutro.
                    —¿Ah, no? ¿Y cómo lo llamarías entonces?

                    Paul le lanzó una mirada rápida; ella leyó que con los ojos le suplicaba:
               «Después, Rachel, déjalo para después.»
                    —Yo diría —empezó a decir, los ojos de nuevo fijos sobre la carretera—
               que hemos admitido que la situación se ha agriado.

                    —¿Agriado?
                    —Sí, que se ha estropeado, que ya no es posible.
                    —¿Eras feliz allí… en la casa?
                    —¿Es que no lo parecía?

                    —Esa no es una respuesta.
                    —Bueno, pues, sí, de acuerdo, no era feliz.
                    Paul habló absolutamente sin ninguna entonación.
                    —No, claro que no eras feliz, Paul. No eras feliz con la casa, ni con tu

               trabajo; sólo el hecho de que el niño estuviera con nosotros te hacía feliz. Ni




                                                      Página 120
   115   116   117   118   119   120   121   122   123   124   125