Page 125 - Extraña simiente
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—¿Deberles? ¿Pero de qué diablos estás hablando, Rachel?

                    —Paul, sé lo que estás haciendo. Lo sé.
                    Rachel retiró su mano súbitamente, al ver cómo la cólera había tensado
               todos los músculos de su rostro.
                    —Tú no sabes nada —le escupió furioso—. Sólo te imaginas saber algo.

                    Paul puso el coche en marcha y pisó el acelerador a fondo. Las ruedas
               traseras  patinaron  un  poco,  hasta  que  la  de  la  izquierda  enganchó  algo  de
               gravilla y el coche avanzó en zigzag hasta el centro de la carretera.
                    —¡Coño! —dijo Paul entre dientes. Soltó el acelerador y giró el volante

               violentamente  a  la  izquierda.  Rozó  ligeramente  el  acelerador,  el  coche  se
               enderezó  y  reemprendieron  el  camino  de  vuelta.  En  diez  minutos  habrían
               llegado.



                                                          * * *



                    Paul paró el coche cuidadosamente enfrente de la casa. Rachel, ceñuda, la
               miró sin detenerse a mirar a Paul. No ha cambiado nada, pensó. Esperaba que
               en cuanto se hubieran marchado la casa habría comenzado a desintegrarse, a

               evaporarse,  que  las  paredes  y  las  ventanas  se  estarían  derrumbando  hacia
               dentro y hacia fuera. Porque ella y Paul eran los que le daban vida a la casa,
               ¿no? La casa extraía algo de ellos y existía gracias a ellos, de modo que les

               necesitaba.
                    —Esto va a tardar un poco, Rachel.
                    —¿Cuánto?
                    —Puede que un par de horas. ¿Por qué no esperas dentro de la casa?
                    Rachel se dio cuenta de que Paul sonreía para hacerse perdonar el ataque

               de ira que le había dado diez minutos antes.
                    —¿Es eso lo que quieres, Paul? ¿Que espere en la casa?
                    —No es más que una sugerencia. Estoy seguro de que no te apetecerá…

                    —No, en absoluto.
                    Además,  los  niños  no  estaban  esperándoles.  Evidentemente.  Vaya  una
               tontería había dicho antes…, un histerismo. Y la casa no había cambiado ni
               un ápice, no se había metamorfoseado.
                    —No tardaré más que un par de horas, a lo mejor, incluso, menos —dijo

               Paul.
                    —Y entonces, ¿nos marcharemos de verdad, Paul? ¿Para siempre?
                    —Sí —le respondió él, cálido y reconfortante.

                    —Así lo espero, Paul.



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