Page 126 - Extraña simiente
P. 126

Él no dijo nada.

                    —No me siento capaz de aguantar aquí ni un sólo día más, Paul.
                    Paul inspiró profundamente.
                    —Te  subestimas,  Rachel  —le  dijo  Paul  en  la  exhalación.  Y  con  tono
               reprobatorio, añadió—: Y, a veces, me malinterpretas.

                    Paul abrió la portezuela del coche y salió fuera.



                                                          * * *


                    Rachel pasó lentamente la mano sobre la superficie del fogón de hierro.

               Se  miró  la  mano.  No  tenía  rastro  de  polvo.  Ni  eso  había  cambiado.  Todo
               estaba  igual  que  lo  habían  dejado  ellos.  Con  el  rabillo  del  ojo  vio  al  gato
               trotando  del  cuarto  de  estar  hacia  la  puerta  principal,  que  estaba  abierta.

               Rachel atravesó rápidamente la cocina y cerró la puerta.
                    —No, Higgins —le dijo.
                    El gato alzó sus dilatados ojos hacia ella y maulló, suplicante.
                    —No —repitió Rachel.
                    El gato se dio media vuelta y volvió trotando al cuarto de estar y luego

               subió  las  escaleras  hasta  el  segundo  piso.  Rachel  se  quedó  escuchando  un
               momento. La casa estaba silenciosa. Se sintió contenta. Contenta de estar de
               vuelta. Podía oír a Paul trabajando —el raspar de la pala chocando contra la

               dura tierra—. Ha debido escoger un lugar muy próximo a la casa para enterrar
               a la niña, pensó Rachel. Tendría sus motivos. Sus motivos personales.
                    No te malinterpreto, Paul, te quiero. Y confío en ti. Pero no te conozco.
               Por lo tanto, ¿cómo voy a poder malinterpretarte?
                    Era una buena pregunta. Una idea interesante.

                    Rachel volvió al cuarto de estar y se sentó en la silla de Paul, a esperar.
                    (Te conocía mejor antes de venir aquí)
                    Pero sí confiaba en él. Tenía que confiar en él, no tenía más remedio.

                    Claro, siempre podría caminar. Antes de casarse con Paul, solía caminar
               mucho  por  Nueva  York.  Desde  la  calle  Setenta  y  cinco  hasta  la  Estación
               Central, que estaba a treinta manzanas de distancia; había hecho este paseo
               una docena de veces o más, y a menudo, en una ardiente tarde de verano, con
               un calor que no debía tener igual en el mundo, pensaba Rachel. Pero siempre

               era  mejor  caminar  que  coger  el  autobús  o  el  metro,  desde  el  principio,  se
               había  negado  a  tomarlo.  En  ese  sentido,  nunca  sería  una  neoyorquina,
               huyendo de los lugares cerrados llenos de masas de gente, a menos que fuera

               estrictamente necesario, lo que no había ocurrido casi nunca.



                                                      Página 126
   121   122   123   124   125   126   127   128   129   130   131