Page 123 - Extraña simiente
P. 123
XIX
No pasaron muchos minutos antes de que Rachel viera claramente la
verdad, y no por nada que hubiera dicho Paul; si se hubiera limitado a
escuchar sus palabras, podría creer que, efectivamente, estaba haciendo lo que
decía estar haciendo, y nada más.
Pero no era así, él la estaba engañando. Más aún, la había relegado, o
mejor dicho, había relegado su necesidad de marcharse de la casa, quitándole
toda su importancia. Era como si durante la media hora que había tardado en
bajar al valle y en traer a la niña en sus brazos hasta el coche, jadeando, Paul
se hubiera sentido imbuido de un gran sentimiento de responsabilidad,
nebuloso pero gigantesco, y que necesitara la presencia de Rachel como
testigo; sin prestar ninguna atención, en cambio, a sus súplicas y a su
desesperación.
De modo que así fue cómo se reveló la verdad ante sus ojos, sin que
pudiera realmente descubrir cómo. La verdad era que estaban regresando a la
casa, que Paul les estaba conduciendo a ella y que iban para quedarse.
De pronto pensó que no debía haberse montado en el coche con él. Pero
en seguida descartó la idea. Rachel sabía que incluso conociendo la verdad
antes, le hubiera resultado imposible no seguirle. La razón era muy sencilla:
le amaba. Profundamente. Y, además, confiaba en él. Era de sí misma de
quien tenía miedo. En ella, en quien no confiaba. No temía a los niños, sino su
desconocimiento de ellos.
Y aunque era capaz de establecer categóricamente la causa de su miedo y
conocía perfectamente su origen, incluso pudiendo extender un anatema
contra él, sin embargo seguía teniendo miedo. Más miedo que nunca. Estaba
más asustada que aquel que sabe que su muerte es inminente y conoce su
causa. Ese miedo, provocado por el avance rápido e irreversible de la muerte,
es muy específico. Pero el que ella sentía no surgía de lo que sabía o pensaba
que sabía, sino de la oscuridad de su ignorancia. Y ese miedo podía
desgarrarla lenta y dolorosamente. Sería una tortura que se infligiría a sí
misma, sin poder impedirlo, ni siquiera controlarlo.
Página 123