Page 127 - Extraña simiente
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Las masas. Era uno de los motivos por los que no le había mostrado más

               resistencia  a  Paul  cuando  éste  le  anunció  sus  planes  de  mudanza.  Podía
               haberse  negado  rotundamente,  quizá  hubiera  funcionado,  pero  eso  habría
               dañado  irremediablemente  su  joven  matrimonio.  Pero  las  masas…  ¿Qué
               tendrían  las  masas  de  Nueva  York  que  la  perturbaban  más  que  otras

               aglomeraciones  de  gente?  ¿Su  incomunicación?  Sí,  en  parte  era  eso.  ¡Y  la
               cantidad!  Aunque  pensándolo  mejor,  no  fuera  eso.  Quizás  fuera  más  la
               incomunicación que la cantidad. Una incomunicación que daba la sensación
               de que los neoyorquinos, fuera de sus casas y apartamentos, formando parte,

               constituyendo,  más  bien,  esa  criatura  llamada  Nueva  York,  dedicaban  su
               existencia a mantenerla y alimentarla. La individualidad no existe en ninguna
               masa de gente, pero en Nueva York la masa misma era la individualidad.
                    ¿Y qué pensaba ella de las masas que rodeaban esta casa?

                    Rachel recordó un domingo, al comienzo de la primavera, en que ella y
               Paul  habían  salido  de  Nueva  York,  y  habían  viajado  un  centenar  de
               kilómetros, hasta llegar a un parque cerca de Albany. Pensaron que como el
               día había amanecido fresco y nublado, el parque sería suyo; cuál no sería su

               asombro cuando vieron los miles de coches aparcados, las parejas caminando
               lentamente  por  el  césped,  entrando  y  saliendo  de  los  bosques,  algunos  con
               bastones  de  caminar  recién  adquiridos.  A  pesar  de  ello,  pensaron  que  el
               parque era lo suficientemente grande para encontrar un lugar apartado de la

               gente y de los ruidos de la gente.
                    Caminaron  evitando  los  senderos,  cruzando  cautelosamente  los  setos,
               subiendo y bajando pequeñas colinas pobladas de árboles, hasta que llegaron
               a un pantano poco profundo, que no olía mal. Allí se detuvieron. Prestaron

               oído y sólo sintieron el silencio. Era un buen sitio. Al fin y al cabo, ¿quién iba
               a evitar todos los senderos como ellos lo habían hecho? Era un lugar perfecto,
               libre  incluso  de  los  inevitables  botes  de  cerveza  o  de  las  colillas  que  se
               encuentran en los sitios más recónditos de todos los parques.

                    Entonces oyeron el grito de una madre angustiada que llamaba a un hijo,
               al parecer perdido. Se miraron. La mujer estaba en lo alto de una cuesta detrás
               de ellos.
                    —¿Han visto…? —gritó la mujer, y en seguida les hizo una descripción

               del niño.
                    Rachel  opinaba  que  ese  incidente  representaba  una  lección.  Había  algo
               trivial en la invasión de la civilización; por muy virgen y salvaje que fuera un
               lugar,  parecía  que  seguía  siendo  virgen  y  salvaje  únicamente  porque  el

               hombre había decidido mantenerlo así. Pero si un día decretaba lo contrario…




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