Page 132 - Extraña simiente
P. 132
tu matrimonio. Lo mejor sería dejar que la voz se cansara de hablar.
Se cansó.
—¡Maldita sea!
Esto sí que lo había dicho en voz alta, lo había oído. ¿Y por qué no?
Maldecir no tenía nada de malo. (¿No era uno de sus tíos —desde luego,
algún familiar— el que, después de un infarto, no podía decir palabra que no
fuera blasfemia? Era un dato interesante, conllevaba cierta verdad primitiva,
por patético y risible que pareciera. Todas las verdades primitivas,
fundamentales, eran así. Quizás también, toda verdad, por su propia esencia,
sea una verdad fundamental. Por ejemplo, él amaba a Rachel. ¿Pero llegaba
su amor hasta el extremo de ser altruista? ¿Llegaba tan lejos? ¿Puede alguien
amar tanto? Él ofrecería gustosamente —bueno, gustosamente no, pero se
prestaría a sacrificar su vida por ella. Porque había cosas más importantes que
su vida. Pero también estaba dispuesto a sacrificar las vidas de ambos si
algo…, si algo le motivaba suficientemente. ¿En qué estaba pensando? ¿Qué
significaba todo esto? Este pensamiento fugaz, esa rápida… verdad.)
Volvió a maldecir guturalmente.
—¡Mierda!
La palabra retumbó unos segundos en el aire; fue un insulto dirigido hacia
sus pensamientos con la intención de anularlos. La escopeta, debía haber
traído la escopeta.
* * *
Quizás esa pobre niña fuera la última que quedaba, la última de la…
familia, pensó Rachel. No pudo reprimir una sonrisa ante el uso de esta
palabra. La familia…, una familia de niños. Era grotesco. Bueno, pero podía
ser la última del grupo. Esta niña era la cuarta. Cuatro; un buen número
redondo. Un número cómodo, un número fácil de imaginar. Cómodo, porque
se imaginaba fácilmente. Rachel imaginó cuatro puntos brillantes —¿de luz?
— proyectados sobre el telón de fondo de su consciencia. Resultaba bastante
llevadero. ¿Y cinco? Cinco era algo más duro, aunque no demasiado. ¿Seis?
Seis resultaba más fácil que cinco porque se podía dividir en dos grupos de
tres. Siete. Ocho. Nueve. Diez. Al llegar a once, la cadena se rompió; requería
demasiados arreglos, implicaba demasiada incertidumbre. Diez era su límite.
Le estaba gustando el juego.
Quizás debiera barrer los platos rotos antes de que regresara Paul. O a lo
mejor no. Esos trozos de loza rota decían mucho, mucho más de lo que ella
Página 132