Page 136 - Extraña simiente
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—Si es tan sencillo, Rae. Nosotros hemos reaccionado exageradamente.

               ¿Nos  han  hecho  algo  alguna  vez?  Fíjate  que  esta  palabra  implica  muchas
               cosas…  ¿Nos  han  hecho  algún  daño?  ¿Algún  daño  físico?  No.  ¡Por  Dios!,
               ¿cómo podrían? Si no son más que niños…
                    ¿Por qué?

                    —Porque  pienso  que  es  lo  mejor  que  podemos  hacer.  Que  nos…  dará
               fuerza.
                    Paul pensó: No sé por qué, Rachel. Me gustaría saberlo, pero no lo sé.
               Siento que algo me impulsa, me empuja. Tengo miedo, Rae. Pero no dijo nada

               de  esto,  simplemente  lo  expresó  en  la  cara.  Su  sonrisa  tensa  y  forzada  lo
               expresaba, igual que sus ojos buscando ansiosamente encontrarse con los de
               ella,  como  cuando  se  acostaron  aquella  noche  y  le  dio  un  abrazo  primero
               tímido y luego fuerte que clamaba: Quédate conmigo, Rae. Protégeme. Yo te

               protegeré a ti, pero tú protégeme a mí.
                    Desde el segundo día, Paul comenzó a dar sus paseos matutinos. Rachel
               protestó al principio, pero en seguida la convenció.
                    —Mira, se supone que hemos venido aquí para vivir, que esto es nuestra

               casa… ¡No la convirtamos en una cárcel!
                    Ese  había  sido  un  argumento  convincente,  porque,  efectivamente,  ella
               había vivido en la casa como en una prisión. Una prisión nada segura, por
               cierto,  como  ya  se  había  podido  demostrar.  Pero  por  lo  menos  aquí  había

               paredes, ventanas, alfombras, sillas, latas de sopa, paquetes de mantequilla en
               la  cocina  y  electricidad,  por  primitiva  que  fuera.  Los  hombres  habían
               construido la casa y los hombres la mantenían. La amenaza que pesaba sobre
               ellos —si es que todavía existía— era más palpable en el exterior, tras los

               muros y las ventanas.
                    Estos  pensamientos  le  aportaban  un  mínimo  consuelo  cuando  Paul  se
               marchaba y la dejaba sola todas las mañanas. Aunque tras la primera semana
               en la que Paul volvía cada día sin haber encontrado nada («ni rastro de ellos,

               Rae», le decía Paul), este consuelo iba desapareciendo poco a poco. Porque
               ella sabía que les estaban… ¡esperando! Estaban dejándoles tiempo para que
               se confiaran. El suyo era un miedo irracional al que, ahora se daba cuenta,
               también había sucumbido Paul.

                    Al principio, Paul daba paseos nocturnos a escondidas. Hacia la una o las
               dos  de  la  madrugada,  cuando  estaba  seguro  de  que  Rachel  dormía,  iba  al
               cuarto de estar y se quedaba unos cuantos minutos mirando por la ventana.
               Luego, salía por la puerta trasera y no volvía hasta las tres o las cuatro de la

               mañana.  Los  paseos  nocturnos  cesaron  a  mitad  de  la  segunda  semana.  No




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